Sentado en una vieja Butaca no numerada de terciopelo rojo, el autor se lanza a una reflexión impúdica todos los miércoles sobre cualquier cosa que se atreva a moverse por las pantallas, sean éstas de cine o no. Alberto Haj-Saleh es editor de LdN y autor de la columna Teatro Abandonado.
For home is where the heart is
And my heart is anywhere you are
Anywhere you are is home
Elvis Presley
Hace cinco años metí cuatro cosas en una maleta y me fui a vivir a la otra parte de la Península para poder estar con la persona a la que quiero. Al día siguiente de llegar, ella me llevó a dar una vuelta por el centro histórico e inmediatamente me señaló un teatro cerrado. “Mira”, me dijo, “esta es la Sala Yago, aquí ponían unas películas estupendas, era la manera que teníamos de ver cosas que normalmente no llegan a salas fuera de Madrid o Barcelona. Ahora la han cerrado”. Conflictos con los propietarios, o líos familiares, o miserias avariciosas, quién sabe por qué cerró aquella sala, pero durante dos años cada vez que pasaba por delante de ella me quedaba fantaseando con poder comprarla y reabrirla, hacer un cine como ese Cinema Nuovo Sacher que tiene Nanni Moretti en la parte menos turística del barrio del Trastevere, en Roma.
El mejor momento de aquellos dos años era Noviembre, sin duda, que era cuando llegaba Cineuropa, un festival de cine maravilloso que durante un mes traía a la ciudad todas las películas que habían pasado con éxito por todos los festivales del mundo a lo largo del año, aparte de ciclos, de una sección musical y de otras muchas cosas. Allí nos enamoramos del cine de Fatih Akin y del anciano protagonista de Mil años de oración, y allí se nos torció el gesto con Ken Loach y Wong Kar-Wai, de los que tanto esperábamos. No hay noviembre en el que no suspiremos por Cineuropa desde que nos marchamos de Santiago de Compostela.
Un azar del destino nos llevó un par de meses a una improbable ciudad llamada Kamloops, en la Columbia Británica canadiense. Teníamos los ojos muy abiertos desde que aterrizamos en su miniaeropuerto, la sensación constante de estar metidos en una película. Nuestro casero y amigo, Denis, nos dijo al segundo día que en el Paramount Theater de Victoria Street, en el pequeño downtown de la ciudad, hacían una especie de festival-cineclub durante los jueves del mes de mayo. Ella y yo nos fuimos a ver una película llamada Wendy y Lucy y descubrimos a Kelly Reichardt, posiblemente mi directora preferida de la última década. El Paramount era un cine-teatro de esos antiguos con techos interminables, lámpara enorme, gallinero y butacas algo raídas. Era imposible no disfrutar de cualquier película allí dentro, donde se adivinaba una época en la que ir al cine era el mejor plan posible para el viernes por la noche.
Cuando nos mudamos a Milán, nuestra casa estaba en un triste barrio periférico del norte de la ciudad llamado Bicocca. Nuestra casa era la única en los alrededores y nuestros vecinos eran los humos de la fábrica de la Pirelli y los hostiles y sórdidos accesos a Sesto San Giovanni. Al menos, nos dijimos, tenemos un multicines enfrente. Efectivamente, al cruzar la calle había un centro comercial espantoso, lleno de restaurantes de comida rápida, salas de juego y tiendas de calidad ínfima, con un cine de 18 salas consagradas en un 95% a las americanadas más obvias, dobladas al italiano para colmo. Pero aún así nos sacábamos el abono de diez entradas cada mes y medio y veíamos todo lo que podíamos. Durante los primeros tres meses, aquel cine era todo lo que teníamos.
Mientras buscábamos piso en Oporto, un año después, ella me dijo que había encontrado un piso que le gustaba mucho cerca del Palacio de Cristal. El piso empezó a gustarme mientras caminábamos por la calle, porque apenas dos puertas antes del bloque donde estaba el apartamento se encontraba cerrado el viejo Cine Dinis. De nuevo mi cabeza volaba a un futuro donde yo alquilaba la sala y montaba quizás un festival de cine español para los portugueses, por qué no. Luego descubrimos que los cines oportuenses eran todos centros comerciales clónicos con exactamente la misma programación en cada uno de ellos. Nuestro refugio estaba a unos minutos de casa, escondido entre la vegetación, el Teatro Campo Alegre, donde aún buscaban poner cosas menos convencionales y donde los vecinos del barrio seguían yendo sin saber que el mundo había cambiado.
Hace un mes que aterrizamos en Madrid, el centro del caos. Nos recibió el invierno, el frío, la lluvia helada, el tráfico, los gritos y la contaminación que parece hecha con Photoshop. Dormimos varios días en casa de un primo, luego nos pasamos a un apartamento provisional con lo justo, intentando aprender otra ciudad nueva, otro funcionamiento nuevo, otra vez intentando encontrar nuestro hueco, otra vez respirando hondo y recordándonos que hay que tener paciencia y que todos los comienzos son duros. El viernes ella me dijo que fuésemos al Cine Princesa, que echaban Los descendientes en Versión Original. Allí, casi al final, George Clooney sacaba lo mejor de sí mismo mientras se despedía de su mujer en estado de coma irreversible. Él decía “good bye my friend” profundamente conmovido y yo, en la butaca de un cine viejo, me sentía bien, y en casa.
2012-02-01 10:12
Ha hecho usted trampa. ¡Esto es un post de “Reducir al mínimo”!
Gracias, my friend.
2012-02-01 10:35
El relato en sí sería un buen argumento para una película. Bonitos recuerdos, gracias por compartirlos.
2012-02-01 14:18
Precioso texto…
Por si es de su interés: Manuel Sendón hizo una serie de fotos de cines abandonados: Derradeira sesión.
2012-02-01 19:20
¿Y qué me dices de los cines Avenida en Sevilla?. No tienen el encanto arquitectónico de muchos de los espacios que mencionas pero son un lujo para cualquier ciudad. A mí me resulta incompleta una estancia en Sevilla sin acercarme a una de sus salas.