Sentado en una vieja Butaca no numerada de terciopelo rojo, el autor se lanza a una reflexión impúdica todos los miércoles sobre cualquier cosa que se atreva a moverse por las pantallas, sean éstas de cine o no. Alberto Haj-Saleh es editor de LdN y autor de la columna Teatro Abandonado.
Dice la Wikipedia que el nombre de “Síndrome de Stendhal” viene de la descripción que el escritor francés hizo de lo que le sucedió tras visitar la Basilica de la Santa Croce en Florencia:
“Había llegado a ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme”.
Por extensión, se le suele llamar Síndrome de Stendhal (o “stendhalazo”, como dicen los de Mondo Píxel) a la reacción de rapto estético que se sufre ante la contemplación de la belleza de una obra de arte. En el cine eso sucede menos, pero sucede, al menos a mí me ocurre de vez en cuando: ese momento en el que la conjunción de imagen y música en una pantalla traspasa el espíritu crítico y analítico para estimular directamente el aspecto puramente emocional del espectador.
No soy capaz de hacer un análisis centrado de El árbol de la vida, la última película de Terrence Malick y vencedora de la Palma de Oro en Cannes hace unos cuantos días, porque las emociones que me ha provocado van más allá del mero análisis narrativo o cinematográfico. El poema fílmico de Malick arranca con una frase que marcará todo el devenir de la película: “Hay dos caminos para pasar por la vida; el camino de la naturaleza y el camino de la gracia”. Y esos son los dos caminos que serpentean a lo largo del film, que se permite hacer un flashback tan lejano que llega hasta el mismísimo big bang para luego ascender en el tiempo hasta el momento en el que la cámara decide pararse en dos símbolos: el Sr. O’Brien, el camino de la naturaleza, la violencia, la dureza, las piedras, los baches, los agujeros, el dolor, el miedo, la ira; y la Sra. O’Brien, el camino de la gracia, la pureza, la belleza, la alegría, el gozo de la vida. Y en medio está el protagonista, Jack, el hijo mayor de ambos, atormentado por ser el centro de esas dos fuerzas, una tormenta que le dura hasta la vida adulta, donde sigue buscando las respuestas que no le fueron dadas cuando era un niño.
El árbol de la vida pretende contarlo todo sobre la angustia del ser humano en su paso por la tierra y en su búsqueda perpetua de dios y para ello Malick utiliza los mejores elementos posibles: un Brad Pitt gigantesco y descomunal y aterrador; una Jessica Chastain de una belleza que es casi dolorosa; una banda sonora absorbente y engarzada con maestría con las imágenes. Todo ello compone una sinfonía que posee un innegable afán de trascendencia pero que en mi caso ha provocado mi abandono como espectador a la hermosura de una sucesión de imágenes inolvidables e inexplicables.