Sentado en una vieja Butaca no numerada de terciopelo rojo, el autor se lanza a una reflexión impúdica todos los miércoles sobre cualquier cosa que se atreva a moverse por las pantallas, sean éstas de cine o no. Alberto Haj-Saleh es editor de LdN y autor de la columna Teatro Abandonado.
Todd Solondz es el maestro a la hora de retratar diferentes disfuncionalidades sociales en el cine norteamericano contemporáneo. Los caminos por los que se adentra dentro de las estructuras sociales consolidades —la familia, el trabajo, la escuela— son incómodos de ver, desagradables, muy desasosegantes, ya que la realidad que pretende señalar no tiene la más mínima concesión con sus protagonistas. Los personajes que pueblan las películas de Solondz sólo son de dos maneras: idiotas o mezquinos. Digamos que Solondz te empuja a hacer una revisión en conciencia de quién eres tú y de quiénes son los que te rodean, y las coincidencias que se encuentran pueden ser altamente perjudiciales para la salud.
Se ha comparado a La mosquitera, la última película del director Agustí Vila, con el cine de Solondz, y algo de verdad hay en esa comparación, pero con algunas diferencias. Los personajes de La Mosquitera también son un monumento a la disfuncionalidad, un cuadro desmotivador de la familia burguesa del siglo XXI en la que todo funciona decididamente mal en el terreno de la moral pero que no tiene valor para darle la vuelta a la situación. Emma Suárez y Eduard Fernández componen un matrimonio que parece colocado en el mundo en ese preciso instante, sin pasado común y sin ningún motivo razonable para que estén juntos. Ambos, al igual que el hijo de ambos, que Raquel, la hermana de ella, que los padres de él, que la asistenta que limpia la casa, que el mejor amigo del hijo, hasta que el editor de los libros de ella —que apenas sale tres o cuatro minutos— sobreviven gracias a sus miserias y a su locura, haciendo ejercicios habilísimos de normalidad exterior que contrasta con el absurdo interior.
Pero a diferencia de Solondz, aquí uno puede dar un paso atrás y mirar con cierta distancia a estos personajes, precisamente por el marcianismo de sus comportamientos. Algunos, como Eduard Fernández o como la asistenta, son más cercanos a lo que podríamos encontrar en el apartamento de al lado (por ejemplo), otros son aceptables dentro del horror —esa hermana que tortura a su hija pequeña para “enseñarle” y que repite como un mantra lo de “me duele más a mí que a ella”—. Pero otros elementos, como ese anciano que habla por su mujer cambiando el tono de voz o esos perros que son los amos y señores de la casa de los protagonistas, inciden en una locura más surrealista, más desquiciada y por lo tanto menos asociable a la realidad propia.
Y finalmente está la comprensión, la pequeña empatía que nos permite no asfixiarnos con la película. Los personajes de Solondz son solamente el lado más repugnante de cada uno de nosotros; los de La mosquitera son ese lado mezclado con la soledad o con la incapacidad para salir de una situación alienante. Eso hace que el alivio del espectador sea mayor, pero también la certeza de que esos sí que podríamos ser nosotros en cualquier momento.