Sentado en una vieja Butaca no numerada de terciopelo rojo, el autor se lanza a una reflexión impúdica todos los miércoles sobre cualquier cosa que se atreva a moverse por las pantallas, sean éstas de cine o no. Alberto Haj-Saleh es editor de LdN y autor de la columna Teatro Abandonado.
Nanni Moretti pertenece a esa categoría de cineastas que hacen del egocentrismo una de sus virtudes, su razón de ser. Piensan estos autores, quizás con razón, que de nada podrán hablar mejor que de ellos mismos, y durante su carrera se colocan en el centro de lo que cuentan, narrando sus obsesiones y sus terrores de forma casi compulsiva, girando en torno a las cuestiones que les preocupan sin temor a no provocar interés. Por supuesto esto es algo que sólo se puede hacer si se tiene talento; a casi nadie le interesa un tipo hablando de sí mismo constantemente, pero si ese tipo es Woody Allen, Federico Fellini, Wim Wenders o Jean Luc Godard, la cosa se vuelve más interesante, al menos para un número más que importante de espectadores y críticos.
Moretti ha creado toda una filmografía en torno a sí mismo, como director o como personaje, bajo el nombre de Michele Apicella, el protagonista de casi todas sus películas hasta Caro Diario (1993), o bajo su propio nombre, como en ésta película, en Aprile o incluso en Il caimano, donde comparte su rol de director psicótico con el del mismísimo Silvio Berlusconi. Si aceptas entrar en su juego, la diversión está asegurada, porque Moretti es poco amable consigo mismo; tal y como hace el dibujante de cómics Lewis Trondheim en su serie de “pequeñeces” autobiográficas, Apicella/Moretti es un misántropo antipático y desagradable, con serias dificultades para relacionarse con los demás y bastante cretino. El director no es condescendiente consigo mismo, y además puede llegar a ser hilarante.
Hay una salvedad importante, fundamental, en la filmografía de Moretti: La habitación del hijo (La stanza del figlio, 2001), Palma de Oro en Cannes, es una película en la que el director trentino aparca por primera y última vez en su carrera —al menos de momento— a su alter ego enloquecido y filma un drama rotundo y sobrecogedor de corte más clásico en el que se abandona a la fuerza de la historia y a la hondura de sus personajes. Sí, él vuelve a ser el protagonista, pero no hay rastros del Moretti anterior y posterior en él, sino que aparece un personaje menos visto (pero no desconocido, ahí está por ejemplo la interesante Caos Calmo, dirigida por Antonello Grimaldi en 2008), el Nanni Moretti puramente actor, puesto al servicio de la narración y no al contrario.
Llegamos pues a ese momento donde Moretti ya es director consagrado y premiado, autor de prestigo, actor reconocido. A partir de ahí sus elecciones son completamente libres, porque su estatus dentro del cine contemporáneo se lo ha ganado a pulso. Llegamos entonces a Habemus Papam su última película, estrenada esta semana en Italia y en la lista de la sección oficial de Cannes de este año.
Por supuesto las orejas de los conservadores y de la iglesia católica se pusieron de punta en cuanto escucharon el nombre del filme y quién era el director. Moretti, comunista, ateo furibundo, filmaba una película ambientada en el cónclave celebrado tras la muerte del Papa, con el nuevo pontífice como protagonista. Las armas afiladas, las condenas y las llamadas al boicot listas… algunas asociaciones ridículas italianas han llamado a los fieles para que ni se acerquen a los cines; otra incluso ha pedido que se retire de las pantallas porque está subvencionada y “el dinero público no debe servir para pagar películas anticlericales”. Es lo que tiene la gilipollez del extremismo en general y del religioso en particular: no sólo pretendes impedir que la gente vea y opine y decida, sino que tú mismo no has visto una mierda pero decides condenar y boicotear “por si acaso”.
Nobleza obliga: el Vaticano ha sido mucho más sensato y ha preferido ver la película primero. ¿Y saben que ha dicho? Que es un relato afectuoso y nada ofensivo. Ahí tienen. La expresión “más papistas que el papa” cobrando su plena dimensión.
En efecto Habemus Papam es una película que se aproxima a la figura del papa y a la siempre ligeramente siniestra de los cardenales desde un punto de vista cariñoso y amable, centrado en la humanidad de los sacerdotes, en sus miedos y en la importancia que tiene para ellos el momento de la elección de un nuevo “Santo Padre”. El punto de partida es maravilloso: en la elección del nuevo pontífice, el señalado como nuevo papa, el Obispo Melville (espléndido Michel Piccoli), sufre un ataque de ansiedad y cae en una depresión que le impide aceptar su nueva situación. La película narra con delicadeza y también con mucho sentido del humor dos historias en paralelo: la de un sacerdote abrumado por el peso de su responsabilidad que busca respuestas vagando por la ciudad de Roma; y el magnífico retrato de un grupo de cardenales —qué secundarios en estado de gracia— que esperan pacientemente dentro del Vaticano que su nuevo líder acepte su responsabilidad.
¿Y Moretti? El director se reserva para sí el papel del psicoanalista llamado al Vaticano para tratar al papa, que se ve obligado a permanecer encerrado con el resto de cardenales por motivos de seguridad. El psicoanalista vuelve a ser el Michele Apicella de siempre, egoísta y obsesivo, un personaje divertido pero al que el director comete el error de concederle un exceso de protagonismo en la segunda parte del filme que distrae de todo lo demás. Así, la crítica acaba olvidando la película que está viendo y sólo puede señalar al ego del autor; así, una película más que interesante acaba devorada por todo lo que no importa, por un secundario excesivo, por el pasado político e ideológico de su director, por la manía personal, por todo lo que no es la propia película. Moretti, sin quererlo, ha devorado su propia película, que vale mucho más allá de su propio director.