Sentado en una vieja Butaca no numerada de terciopelo rojo, el autor se lanza a una reflexión impúdica todos los miércoles sobre cualquier cosa que se atreva a moverse por las pantallas, sean éstas de cine o no. Alberto Haj-Saleh es editor de LdN y autor de la columna Teatro Abandonado.
No puedo confirmarlo, pero diría que la estupenda La vita agra (1964) de Carlo Lizzani nunca pasó por las pantallas de cine españolas y, por ende, tampoco por la televisión o el DVD. Es una pena, porque la película merece más de un visionado por muchas razones, desde su atrevimiento estructural (¿o es una cuestión de ingenuidad que se transforma en frescura?) y por su habilidad para conseguir el mismo efecto que el neorrealismo italiano pero abordado desde el punto de vista estético contrario.
La trama: después de la explosión de una mina en el centro de Italia por una negligencia de los patrones, un profesor que se encarga de la educación de los mineros (Ugo Tognazzi) se muda a Milán con el objetivo de volar el “Pennacchione”, el rascacielos más grande de la ciudad, sede de los propietarios de la mina. Una vez en Milán, el propio ritmo de la ciudad y de la sociedad en la que vive le irán transformando en un engranaje más del mecanismo social.
Suena bien, ¿eh?
La película es una comedia con toques surrealistas —esa visita a las entrañas del edificio, que parece una nave espacial; esa dueña de la pensión alemana que entra en su habitación cada cinco minutos; esa multitud andando en fila de a uno por las aceras imposibles de Milán; esa entrevista de trabajo por videoconferencia… ¡en el año 64!—, con un Tognazzi divertido y carismático que funciona como hilo conductor de toda la narración. Acompañándolo, con un ritmo extraño, a ratos lento, con pausas costumbristas en mitad del relato, asistimos a su propia reconversión, a como su ideología (bárbara y movida por la venganza, pero firme) se va al traste a medida que medra laboralmente y se hace dueño del espacio que le rodea. Un momento significativo: ve un hombre que tiene un accidente y durante diez minutos trata por todos los medios de encontrar ayuda; tiempo después presencia un segundo accidente y sólo acierta a contar un chiste sobre ello.
Lizzani entonces logra vestir con los hábitos de la comedia una película amarga, agria, como su título, pesimista y resignada, donde no hay denuncia ni rebelión, sólo la aceptación de la propia mediocridad y la constatación de que en esta vida los que ganan, ganan siempre, pase lo que pase.
“Piense que yo pensaba volar el Pennacchione, fíjese”
“¡Haberlo hecho, hombre! ¡Con el seguro que tenemos nos habría venido bien!”