Sentado en una vieja Butaca no numerada de terciopelo rojo, el autor se lanza a una reflexión impúdica todos los miércoles sobre cualquier cosa que se atreva a moverse por las pantallas, sean éstas de cine o no. Alberto Haj-Saleh es editor de LdN y autor de la columna Teatro Abandonado.
Aprovechando el calor insano y que las audiencias se alejan de internet cuando llega el verano, había pensado en ponerme ligeramente picante y tratar de recordar en qué momento mi yo infantil se quedó confuso mirando una película y notando cosquilleos extraños en el bajovientre sin lograr identificarlos. Guarrete que siempre fue uno.
Siendo muy pequeño, yo estaba loco por Daryl Hannah. Desde que la vi en 1, 2, 3… Splash! (1984) me quedé prendado de ese pelo larguísimo casi rubio platino y de su carita delicada y dulce, con esa expresión bobalicona que tenía de sirena que no comprendía nada del mundo de los humanos. Yo fantaseaba con que dábamos paseos de la mano y cosas así —tenía seis años, no me miren así—, pero hubo algo en esa película que me revolucionó un poco por dentro, y yo no lograba comprender por qué. En un momento dado, la sirenita aparecía en Manhattan en busca del chico del que estaba enamorado, ese virginal Tom Hanks de sus primeras películas. En cuanto se secaba, la cola de la sirena se transformaba en dos hermosas piernas, así que la cámara siguió el momento en el que Madison (así se llamaba) aparecía en la civilización. Desnuda. Esas cosas maravillosas que pasaban en las películas infantiles y juveniles de los ochenta: la pantalla mostraba un plano central del hermoso culo de la sirena y ningún padre se inmolaba ni montaba una asociación para quemar las copias del filme. La cosa es que aquel trasero más bien menudo, aunque no tanto, y precioso se quedó grabado en mi cabecita infantil: aquello me había gustado pero de un modo “raro”, diferente a nada que me hubiese gustado antes, y además tuvo una consecuencia inmediata. En mis fantasías, Daryl Hannah también aparecía ahora dentro de mi cama, conmigo. No hacíamos nada —¡ni siquiera sabía que había que hacer algo!—, pero ella estaba ahí conmigo, uno enfrente del otro, sin más.
El cine me llevó de la mano a mi propio despertar sexual, algo de lo que probablemente nadie de mi entorno se dio cuenta, pero echando la vista atrás me enternezco de un modo bastante cursi e inevitable al constatar que, sin lugar a dudas, Daryl Hannah fue mi primer amor “adulto”. Y ya se sabe que los primeros amores nunca se olvidan.
2010-07-07 23:39
Yo me enamoré de una preciosa muchachita en “Érase una vez en América”, qué preciosa estaba Jennifer Connelly!!
http://www.youtube.com/watch?v=iWttnyTfTqw&feature=related
2010-07-08 00:34
Te voy a decir una cosa, en esa maravillosa escena, el pelo lo es todo, todo, todo; me juego el cuello a que midieron exactamente el tamaño de la melena.
Yo tengo muy mala memoria, pero en twitter me recordaron a Brook Shields en El lago azul, y sí, me quedé prendadito, y viviendo esa sensación de ¡ah, se pueden hacer esas cosas!
Saludos
2010-07-09 21:48
Pues a lo mejor es verdad lo del pelo: mi primer amor de película (creo que era serie, pero lo mismo da) fue Sandokán, el Tigre de Malasia: tenía melena y barba negras, y ojos verdes, era capaz de enfrentarse a un tigre y a mil soldados ingleses. Yo andaba por los ocho años y tenía que verla en casa de una amiga que, menos mal, también estaba enamorada de él :-)
Un beso