Sentado en una vieja Butaca no numerada de terciopelo rojo, el autor se lanza a una reflexión impúdica todos los miércoles sobre cualquier cosa que se atreva a moverse por las pantallas, sean éstas de cine o no. Alberto Haj-Saleh es editor de LdN y autor de la columna Teatro Abandonado.
Con el paso de los años, la búsqueda eterna de la corrección en el lenguaje, como en el resto de los aspectos de la vida, ha ido convirtiendo en obsoletas algunas palabras, reduciendo su significado al mero insulto (como subnormal o retrasado) o convirtiéndola en vocablos cada vez más sospechosos (como cojo, paralítico o bizco). Las enfermedades y las discapacidades se disfrazan de tecnicismos en busca de una respetabilidad que la lengua común o el exceso de hipocresía han eliminado de las viejas palabras.
En cambio la locura, y los locos con ella, ha ganado una batalla que tenía perdida y se ha abierto hueco en el mundo de las artes y la literatura, y también en el del cine, de manera que “loco” ha pasado a ocupar un lugar confortable entre “temerario” y “adorable impulsivo”. Aquí el romanticismo ganó la partida al insulto y la aproximación del cine a la locura se hace en términos de admiración y curiosidad.
Werner Herzog, director excesivo como casi ningún otro, dirigió en 2005 el documental Grizzly Man. En él se cuenta la historia de Timothy Treadwell, un activista y ecologista norteamericano, que durante 13 años convivió con los osos Grizzly de forma intermitente en un parque natural del estado de Alaska, hasta que fue devorado, junto con su novia, por uno de los osos que tanto amaba en el año 2003. Herzog deja de lado el aspecto ecologista del asunto y trata de aproximarse a la personalidad real de Treadwell, un actor fracasado que encontró su paz interior entre los osos y que grabó horas y horas de metraje de todas sus visitas al parque natural. A medida que avanza el film nos damos cuenta de que estamos emprendiendo un viaje hacia la locura personal de Treadwell: a lo largo de todas las imágenes grabadas por el propio activista descubrimos una personalidad extremadamente egocéntrica que le hace colocarse en el centro del propio documental que intenta rodar, como si él mismo fuese el animal salvaje y secreto que ha venido a observar y que quiere que el resto del mundo descubra asombrado, como ocurre tantas veces con las emisiones de National Geographic o de Discovery Channel. Su propia locura egocéntrica le impide darse cuenta en ningún momento de que aquellos osos a los que constantemente les dice “I love you”, a los que ha puesto nombre, a los que trata de acariciar, esos osos jamás, en trece años de filmación, le hacen el más mínimo gesto de reconocimiento, de cariño o de aprecio. Herzog decide filmar el aspecto más devastador de la locura, en el que se adivina el tormento constante de su personaje por tratar de salir adelante con su personaje optimista —inmenso ese ataque de histeria en el que se repite a sí mismo una y otra vez ‘i’m the best’— y que transforma todo el paisaje que le rodea. El ojo de Herzog, su seguimiento de Treadwell y de su personalidad desquiciada, acaba por transformar el paisaje, de modo que allá donde la televisión siempre ha encontrado belleza, Grizzly Man extrae desolación y muerte.
Cuando James Marsh afronta la locura y el egocentrismo en Man on wire (2008) lo hace exactamente desde el punto de vista opuesto que Herzog. Este maravilloso documental cuenta la gran hazaña de Phillipe Petit, un funámbulo francés que en 1974 atravesó el cielo de Manhattan de una de las Torres Gemelas a la otra caminando sobre un cable de acero. Petit es un enloquecido malabarista, enamorado de sí mismo y con una carga de optimismo y de alegría de vivir casi insoportable, y que enseña en cada cosa que hace. Él es el propio narrador de su gesta, la voz que hace avanzar un thriller emocionante y divertido donde, justo como pasa en el circo, avanzamos en la historia con el corazón encogido pero con la serena certeza en el fondo de que, al final, todo saldrá bien. Al contrario que en Grizzly Man, Man on wire es un in crescendo de dificultades superadas que culmina en un éxito total y absoluto, otorgando una belleza inusitada al cielo neoyorkino; aún más acentuada por ese “esto ya no puede volver a pasar”, ese carpe diem nostálgico que vive el espectador, que sabe que, no sólo por la ausencia de las torres sino por la desaparición de un tiempo donde un desafío como ese podía ser posible, está viendo algo mágico e irrepetible.
Son dos formas de aproximarse a la locura y al ego desmedido, la del descenso a los infiernos de Treadwell y la del ascenso (literal) a los cielos de Petit; la de la incomodidad y el sobrecogimiento de ver un accidente en los esquemas sociales establecidos y la de la bocanada de aire fresco de ver ese mismo accidente desde el punto de vista contrario.
2010-05-26 16:51
Muy interesante artículo. Mucha razón en el punto de vista.
2010-05-27 14:30
Está claro que la locura tiene una excelente prensa en la literatura y el cine. El loco se presenta (casi) siempre como una persona individualista, rebelde, soñadora, etc… En la vida real, sin embargo, la cosa es bien distinta. La locura constituye una tragedia monstruosa para el que tiene la desgracia de padecerla, y también para todas y cada una de las personas a su alrededor. Aunque, a fin de cuentas… ¿A quién le importa la vida real?
http://antoniolopezpelaez.com
2010-07-14 12:43
Locura y ego desmedido lo van de la mano.
Al contrario, hay una dimensión mística en la primera que nace del persistente amor del todo a nada, lejos del yoísmo.