Sentado en una vieja Butaca no numerada de terciopelo rojo, el autor se lanza a una reflexión impúdica todos los miércoles sobre cualquier cosa que se atreva a moverse por las pantallas, sean éstas de cine o no. Alberto Haj-Saleh es editor de LdN y autor de la columna Teatro Abandonado.
Desde hace bastante tiempo, las cosideradas “grandes películas”, en general, tienen escrito casi como obligación que deben ser realmente dramáticas, aparte de llevar —claro— una carga de profundidad explícita que quede muy evidente en pantalla. Pero, sobre todo, el drama, es más, el componente trágico. La muerte ha pasado de ser el castigo divino del villano al terrible fatum del héroe, al que suele aparecérsele un deus ex machina que se lo carga, en forma de accidente, suicidio, bala perdida o casualidad funesta.
Además, las “grandes películas” de hoy tienen que tener unas enormes cargas de cinismo, los protagonistas o héroes tienen que ser ambiguos, llenos de matices en su comportamiento y en sus actuaciones, descreídos y deben emitir un mensaje alto y claro: “es que la vida es así, ¿qué esperabas?”. En estas nuevas obras maestras el amor no tiene cabida, ya que provoca vergüenza y pudor, un pudor infinito. Puedo mostrar tranquilamente una orgía sexual de forma explícita pero me escondo para no enseñar a una pareja que se enamora. El amor se ha reducido al cliché, y pocos autores dan el paso al frente necesario para destruir ese cliché y mostrar el sentimiento romántico desde una perspectiva sincera y frontal. El amor ha sustituido a la violencia y al sexo como el mayor tabú de la pantalla.
Muy cerca andan los tabúes de los grandes sentimientos: el honor, la amistad, el optimismo, la alegría de vivir. Encarar la vida desde el punto de vista más positivo posible, hablar de la dignidad del enemigo, de los hombres y mujeres que querrían haber sido amigos y sin embargo el destino los puso frente a frente, de la mirada a los ojos del amigo diciendo “no te abandonaré”… tratar de contar la parte más hermosa y alegre del ser humano es condenarse a ser un apestado dentro del cine considerado “de calidad”. Serán buenos tiempos para el cine pero muy malos para el ser humano.
Así que sólo nos queda la nostalgia, la que provoca ver en una pantalla grande una película como La gran ilusión (1937) de Jean Renoir en pleno 2010 y escuchar como un auditorio lleno a rebosar estalla en aplausos al final. Los aplausos a aquel cine que aún se atrevía a intentar hablar de un mundo mejor en la pantalla que fuera de ella.
2010-03-25 13:38
Así es, vivimos a fogonazos, cuando a la luz de una vela también puede darse una historia.
2010-03-25 17:50
Ayer, releyendo el Macanudo nº1 de Liniers, me topé con una tira que me hizo recordar esta entrada tuya. Además el protagonista masculino se llama Alberto, así que la escaneo y la enlazo :-)
2010-03-25 17:58
@oscar: cuánta maldad, cabritillo :-D
2010-03-27 23:21
La gran ilusión debería viajar en la Voyager, como viaja el Clave bien temperado de Bach o el Aria de la Reina de la Noche de Mozart. Ojalá esa fuese la imagen que unos posibles extraterrestres recibiesen de nosotros. Es una maravilla de película; de lo más hermoso que ha creado nunca el ser humano.