Sentado en una vieja Butaca no numerada de terciopelo rojo, el autor se lanza a una reflexión impúdica todos los miércoles sobre cualquier cosa que se atreva a moverse por las pantallas, sean éstas de cine o no. Alberto Haj-Saleh es editor de LdN y autor de la columna Teatro Abandonado.
Nunca estoy muy seguro de cómo voy a reaccionar ante la violencia extrema en una pantalla de cine. En cualquier caso sí sé que encajo mejor la violencia a la que se le señala como “gratuita” que a aquella que se sostiene por una razón argumental poderosa; mientras que a la primera puedo quitarle rápidamente cualquier rasgo de autenticidad e incluirla tranquilamente en el espectáculo, a la segunda no puedo evitar añadirle la carga de veracidad, la sensación de que eso que estoy viendo y que es tan violento tiene su correspondencia en la vida real.
¿Significa eso que la violencia por la violencia puede ser divertida? Sí, sin duda, al menos para mí. No guardo remordimiento alguno por los nazis que destruí jugando al Wolfstein 3D ni me hacen revolverme en el asiento los guantazos salvajes que pega Jean Claude Van Damme en Contacto Sangriento. Soy poco amigo de la sangre y no me gusta cuando la cosa se recrea en el acto de cometer la violencia pero, caray, sólo es una película. Así que tampoco busco las razones últimas de esa violencia ni busco un análisis filosófico del significado de esos actos, ni hago correspondencias fascistas ni nada.
Bronson (Nicolas Winding Refn, 2008), es una película que narra la historia de Michael Peterson, el preso más violento del Reino Unido, cuyo nombre de guerra es Charles Bronson. Bronson es violento porque sí, porque disfruta con ello, porque le divierte. Sin más. Todo su objetivo es volver a la cárcel una y otra vez y conseguir que no le dejen aislado, porque allí, en prisión, él es alguien, es más que alguien, es una gran estrella. Le gusta matar a la gente, sí, pero sólo con sus propias manos, porque lo que de verdad disfruta Bronson es pegando, pegando mucho.
Para contarnos su historia, Winding Refn coloca al protagonista, un inmenso e impactante Tom Hardy en el centro de un escenario teatral, lo disfraza de clown y lo dispone a contar el show que lo convirtió en una estrella mediática. Pinceladas de su pasado, episodios particularmente llamativos de sus estancias en la cárcel, un breve intervalo en el que estuvo a punto de sobrevivir fuera de las rejas haciendo peleas clandestinas y… ya está. Porque ese es el auténtico problema de Bronson, que la película te encuadra perfectamente y con mucho interés quién es ese psicópata que está hablando con el público y después de esa contextualización se encuentra la nada, la repetición de esquemas ya vistos en los primeros minutos del metraje, la reiteración del sinsentido de sus actos, bañado con una atmósfera de corte surrealista y con pinceladas de humor negro. Pero el Bronson que abre la película completamente desnudo y preparado para pegar a los guardias de la prisión y el que termina prácticamente haciendo lo mismo en el mismo lugar solo que en otra habitación son exactamente iguales, sin cambio, sin evolución, sin involución, previsible y, por tanto, monótono.
Una buena amiga que se dedica a dar clases de escritura creativa tenía un alumno en la cuarentena que siempre “amenazaba” a su profesora con ser aún más salvaje en su próximo relato para la escuela. “En el próximo meteré una violación triple con tortura”, y cosas así, para demostrar que él podía ser muy radical y rompedor, sin miedos ni tabúes. La pega está en que la ruptura debe tener un sentido, aunque el sentido sea explicar un sinsentido: el más violento no es el más rompedor. Sólo es el más violento. En el momento en el que una película sobre el tipo más violento de la tierra se vuelve aburrida, en algo hemos fallado estrepitosamente.