Sentado en una vieja Butaca no numerada de terciopelo rojo, el autor se lanza a una reflexión impúdica todos los miércoles sobre cualquier cosa que se atreva a moverse por las pantallas, sean éstas de cine o no. Alberto Haj-Saleh es editor de LdN y autor de la columna Teatro Abandonado.
Llevo muchos meses escuchando el nombre de Judd Apatow como el referente de la nueva comedia norteamericana y aún no me había decidido a ver ninguna de sus películas. Y eso que es un auténtico guiso en ebullición, no para de moverse, sea como director, como productor o como guionista. Pero no, ni Virgen a los 40, ni Lío embarazoso, ni Año uno ni la ridículamente traducida como Supersalidos habían caído en mis manos. Los actores que giran en torno a su órbita, la generación siguiente de cómicos a Sandler, Stiller o Schneider formada por gente como Michael Cera o Seth Rogen no me decían nada, ni para bien ni para mal.
Funny People es la última película de Apatow como director y la primera que he visto de él en cualquiera de sus facetas como creador. En ella nos cuenta la historia de un cómico norteamericano, Adam Sandler, que llega a ser una megaestrella de Hollywood, protagonista de varias películas y uno de los tipos más ricos del mundo del cine. En la misma liga pero en varias divisiones más abajo, juegan los cómicos de club como Seth Rogen y Jonah Hill, gente cuyo sueño es conseguir el reconocimiento a través de la risa. Noche tras noche se suben a un escenario y cuentan algo gracioso sobre ellos mismos esperando que todos se rían y que alguien los vea, alguien que les permita subir de nivel y —quien sabe— salir por un rato en algún show de televisión.
Detengámonos en ese punto por un momento: ¿qué lleva a una persona a consagrar su vida a intentar provocar la risa de los demás? Una de mis películas fetiche es Punchline, un filme de David Seltzer de 1988 que protagonizaba un jovencísimo Tom Hanks con una estupenda Sally Field de compañera y unos secundarios magníficos, como John Goodman o Paul Mazursky. La película se centra exactamente en esos cómicos de serie C que buscan su oportunidad entre humo y olor a cerveza barata en clubs nocturnos de Los Angeles y que tienen una gracia relativa, como le pasa a Sally Field: un ama de casa que busca su punto de fuga diario en escribir chistes y tratar de hacer reír con ellos. ¿Por qué? Su marido la mira a los ojos y le dice: “Asúmelo Lilah, no-tienes-gracia”. Pero ahí está su vida, en intentar hacer reír, ¿por qué, para qué?
Seth Rogen es un tipo normal en la película de Apatow, no un tipo extraordinariamente gracioso. Su compañero de piso —gordo convencido— le dice al principio de la película: “No deberías haber adelgazado, los muy gordos y los muy delgados hacen reír pero ¿tú? Tú eres normal, tío”. Y ese es Rogen, un tipo normal que escribe chistes y que sueña con hacer reír.
Me he ido por las ramas y el tiempo de la columna se me acaba, pero en mitad de una película excelente e inesperada, estructuralmente y también en lo que cuenta, como esta Hazme reír en su versión española, pasando por alto el descenso a los infiernos de Adam Sandler en el papel más desasosegante y sórdido que le he visto, pasando por alto el poso amargo y acre de una película con intención de comedia que termina siendo todos los géneros a la vez, pasando por alto el valor de Apatow de plantear una película-río donde la mayor parte sólo vería un arroyuelo lleno de clichés… pasando por alto hablar en sí de una película estupenda, no puedo evitar pensar en esos cómicos sin gracia que posiblemente anden por ahí, aquí donde vivimos, allí donde pueden llegar a ser los seres más poderosos de olimpo del cine, esos cómicos que, cómo los futbolistas vocacionales, disfrutan como locos llenándose de barro en campos infames de la cuarta regional.