Sentado en una vieja Butaca no numerada de terciopelo rojo, el autor se lanza a una reflexión impúdica todos los miércoles sobre cualquier cosa que se atreva a moverse por las pantallas, sean éstas de cine o no. Alberto Haj-Saleh es editor de LdN y autor de la columna Teatro Abandonado.
Hace un par de años estuve escribiendo con una buena amiga el tratamiento de un guión a cuatro manos. La película en cuestión era una comedia romántica de las clásicas, un pseudo encargo insinuado por un productor que dejó caer uno de los clásicos “pues si tuvierais el guión de una comedia os lo quitaría de las manos” y con el que incluso firmamos una opción de compra. Nos sentíamos importantes y nos divertimos mucho trabajando juntos (de hecho no hemos dejado de hacerlo desde entonces), pero visto en perspectiva, no se puede decir que aquello fuera un trabajo demasiado redondo. Nos ayudaba un amigo productor que hacía las veces de analista de guiones; todavía tengo pesadillas con la frase: “El primer acto genial, pero el segundo… no termino de verlo. Falla algo”. Algo. Algo. Arg. ¡¿QUÉ es “algo”, por el amor de dios?!
A dos años vista de aquello, nuestro amigo tenía más razón que un santo.
El problema de aquel segundo acto era que no teníamos nada más que un puñado de secuencias puestas en horizontal. Eran más o menos divertidas, más o menos ingeniosas, con un buen reparto seguro que salía más de un momento recordable, pero no llevaban a ninguna parte. Teníamos una idea de partida, una posible conclusión (más o menos) y muchas páginas en medio que rellenar. Nuestro amigo tiraba de Robert McKee y nos preguntaba: “¿Qué ha aprendido la protagonista de esta secuencia? ¿En qué ha mejorado?”. Nosotros dos nos reíamos y le tomábamos el pelo diciéndole que parecía un predicador hablando de la moraleja de la historia. Y sin embargo… y sin embargo era verdad. No tenía ningún sentido que la protagonista de la película fuera exactamente la misma en el minuto treinta y en el minuto sesenta y ocho de la misma, sin variación perceptible. Una secuencia tiene que llevar a la siguiente, los caminos son casi infinitos, pero el proceso es claro: para llegar a un punto inevitablemente se ha tenido que pasar por el anterior. Es decir: el espectador debe tener la certeza de que los protagonistas están en ese punto concreto de su historia porque no tenían más remedio, era impepinable.
La película no salió, claro, pero nos llevó de la manita a escribir el año pasado una segunda película (que tampoco salió pero de la que nos sentimos mucho más satisfechos) y sólo por ese aprendizaje mereció mucho la pena. Y la he vuelto a recordar esta semana al salir del cine de ver Sunshine cleaning (Christine Jeffs, 2008), una de esas pequeñas películas que vienen con el vestido de esa especie de subgénero llamado Cine indie, un disfraz de “vida al margen de Hollywood” que tiene su hábitat natural en el Festival de Sundance y que tiene una pátina de “historias de calidad” a priori que se cumple de higos a brevas. Por ejemplo en este caso no se cumple en absoluto.
El problema no son los tópicos que nos sabemos de memoria, que los tenemos todos: la ex cheerleader que es madre soltera y cuida de su hermana grunge, el llanto por la madre muerta hace veinte años, el encuentro con antiguas compañeras que están felizmente casadas, el flashback a cámara lenta de cuando eran niñas o incluso la presencia de Alan Arkin, que no se pierde ni una de estas películas. No, no es un problema, recordemos que cuando los tópicos están tratados con esmero y cariño dejamos de llamarlos tópicos para denominarlos “códigos”. El problema es que es una película construida alrededor de una “idea feliz”: dos hermanas que accidentalmente montan un negocio de limpieza especializada en “escenas del crimen”. Limpian la sangre de los asesinados y de los suicidas, vaya. De una premisa de cierto ingenio, la guionista Megan Holley construye una trama que hace agua, con personajes deshilachados y en la que, por encima de todo, su protagonista apenas varía de estado de una secuencia a otra. Amy Adams está bien en su papel de hermana mayor abocada al fracaso, es fresca, es más o menos creíble. Simplemente su personaje, la apocada Rose, no se mueve un milímetro de su baldosa en cien minutos de film. Así, no tenemos nada que una las secuencias entre sí, que les dé un sentido general, una unidad: tenemos secuencias de desigual fortuna que se pegan las unas a las otras como vagones de tren, a trompicones. Aquí rodamos cuando la esposa de su amante la desafía. Punto. Aquí rodamos cuando su hermana malota fuma porros con su amiga nueva. Punto. Aquí tenemos cuando asiste a la “baby party” de una ex compañera de instituto. Punto. Aquí tenemos etcétera, etcétera.
Un protagonista tiene que cambiar para que la película avance, para que adquiera cuerpo y entidad. En una película con una estructura narrativa convencional, el personaje que no cambia es como el papel pintado de la pared: acabas harto de él.