Sentado en una vieja Butaca no numerada de terciopelo rojo, el autor se lanza a una reflexión impúdica todos los miércoles sobre cualquier cosa que se atreva a moverse por las pantallas, sean éstas de cine o no. Alberto Haj-Saleh es editor de LdN y autor de la columna Teatro Abandonado.
Lo más inteligente que ha podido hacer Steven Soderbergh a la hora de abordar su enorme biografía del Che Guevara ha sido tomar unos cuantos pasos de distancia y observarlo desde un lateral. Tratar de leer el cerebro de uno de los símbolos del siglo XX, tal vez el más importante, es una empresa arriesgada e inverosímil. ¿Qué piensa de verdad el Che mientras sus hombres duermen? ¿Qué piensa cuando mira a Fidel en el yate Granma, mientras se acercan a las costas de Cuba, justo antes de la revolución? ¿Qué le lleva a tomar la determinación de marcharse de su casa, lejos de su mujer y sus hijos, sin decir media palabra a nadie y sin mirar hacia atrás? Fuese lo que fuese, Soderbergh no lo sabe y no quiere improvisarlo. Así pues, coloca la cámara lejos pero no demasiado y escruta la cara del hombre, de forma especular si se quiere, dejando al espectador la responsabilidad de comprenderlo o no.
¿Y Benicio del Toro qué? El actor deja de existir en cuanto pasan quince minutos de El argentino, primera parte del díptico. Ya sólo vemos a Ernesto Guevara, sólo eso y nada más, qué sentido tiene seguir hablando del actor.
En Guerrilla adivinamos el cansancio del médico. El cansancio no es físico, ni de ánimo, sino de vejez, de soledad. Envuelto en un halo de misticismo, a lo largo de los 140 minutos de película apenas si oímos susurros de sus guerrilleros, las pisadas en la selva más hostil posible, los balbuceos de los campesinos atemorizados. Las notas de la excelente banda sonora de Alberto Iglesias. El calor, los huesos doloridos, la incomprensión, la falta de fe. La gozosa escalada revolucionaria que vimos en la primera parte, con un final a pleno sol, con unos guerrilleros convencidos y hasta felices (como el contagioso en su alegría Camilo Cienfuegos), se desploma en caída libre a lo largo de Guerrilla, un viaje físico y mental hacia la oscuridad, hacia el fracaso de las ideas y los métodos revolucionarios que menos de una década antes habían triunfado en Cuba.
Soderbergh filma con una belleza inaudita el proceso de aislamiento de Guevara, con sutileza, dejando que la cámara acompañe a los guerrilleros y sin un mínimo atisbo de intrusión o de llamada de atención hacia la autoría. Paulatinamente el sinsentido se apropia del paisaje y asistimos sobrecogidos a la aceptación del Che de su propia muerte. La derrota es un hecho y la pelea se convierte en un fin en sí mismo. Cuando apresan al Che Guevara ya está completamente sólo.
Steven Soderbergh y Benicio del Toro han construido en estas cuatro horas y media una obra mayor, maestra, una definitiva última palabra sincera y honrada que difícilmente su director podrá superar en obra posterior. Che, sin negar la connotación ideológica (¿y cómo hacerlo?) logra filmar al mito tal y como si fuera un hombre. O casi, porque en el fondo, nunca sabremos qué estaba pensando.
2009-03-11 11:57
Lo que dices de Benicio es completamente cierto: un pequeño milagro. Es más, yo diría que la película no está protagonizada por ningún actor. ¡Está protagonizada por el mismísimo Che!
Ambas partes merecen ser disfrutadas en pantalla grande. En especial ese desenlace tremendo, apabullante, en el que irrumpe la voz de Mercedes Sosa haciéndonos un nudo en la garganta como pocas veces he sentido.