Sentado en una vieja Butaca no numerada de terciopelo rojo, el autor se lanza a una reflexión impúdica todos los miércoles sobre cualquier cosa que se atreva a moverse por las pantallas, sean éstas de cine o no. Alberto Haj-Saleh es editor de LdN y autor de la columna Teatro Abandonado.
Nanni Moretti siempre ha rechazado frontalmente las comparaciones que se han hecho entre su cinematografía y la de Woody Allen o Federico Fellini. A pesar de ello es inevitable encontrar semejanzas, sobre todo a partir de su tercer film, Sogni d’oro, que en muchos sentidos funciona como una especie de estancia en el purgatorio para el director, una autocrítica voraz a sus películas precedentes y a su posición como renovador del cine italiano.
Esta vez Michele Apicella es un joven y exitoso cineasta italiano que ha tenido un gran arranque en su carrera como director. Desde ese punto de partida, Michele – que sigue siendo un sociópata agresivo, misántropo y amargado – se enfrenta a todo lo que rodea su faceta como director, todo un mundo que le asquea y deprime: desde los críticos maliciosos que le acusan de hablar de una juventud que no se corresponde con la realidad italiana (una y otra vez le recuerdan que sus películas no son interesantes para el gran público, que busca divertirse después de una larga jornada de trabajo: “¡Intenta hacer ver tus películas a un peón de Luca, a un pastor de Abruzzo, a una ama de casa de Treviso!”) hasta los admiradores incondicionales que le siguen a todas partes intentando llegar a ser como él (y por supuesto decepcionándose a las primeras de cambio).
Moretti aborda con mordacidad y sarcasmo el exceso de intelectualismo y al mismo tiempo la defensa de la ignorancia como un valor en sí mismo, la crisis del creador y la creación vacía que busca el aplauso fácil, la reclusión e introspección del artista y su concesión al espectáculo y al circo mediático. Todo ello bajo un discurso narrativo que raya el surrealismo, valga un ejemplo: en un momento dado Michele debe enfrentarse en un concurso televisivo a un director rival que está rodando una película musical sobre el mayo del 68 y la prueba final de dicho concurso es una carrera vestidos de pingüinos mientras el público tira cubos de agua. Moretti elabora un relato complejo de varias historias entrelazadas que dan forma a sus obsesiones, no sólo como cineasta – que es la historia predominante – sino también en otros ámbitos, como es el de la falta de relaciones familiares y el sueño de una vida normal: Michele tiene un sueño recurrente en el que se ve a sí mismo como profesor de secundaria enamorado de una estudiante con la que no consigue llegar a buen puerto. Todo esto se entrelaza en una red de emociones y de reacciones agresivas de Michele/Moretti no tanto hacia su entorno como hacia sí mismo, al considerarse víctima y culpable del bamboleo intelectual y personal al que se ve sometido.
Como demuestra la secuencia final, no importa que Michele crea haber filmado su mejor película (una grotesca biografía llamada La mamma di Freud); él se ve a sí mismo como un monstruo.