Sentado en una vieja Butaca no numerada de terciopelo rojo, el autor se lanza a una reflexión impúdica todos los miércoles sobre cualquier cosa que se atreva a moverse por las pantallas, sean éstas de cine o no. Alberto Haj-Saleh es editor de LdN y autor de la columna Teatro Abandonado.
Mucho se ha hablado ya de Gomorra (2008), la enorme y a ratos inabarcable película de Matteo Garrone. Podría aquí repetir lo ya dicho acerca de su crudeza, de su relato quirúrgico, casi aséptico, no atribulado de un estado de vida incivilizado en medio de la más profunda civilización europea. Da igual, vayan a verla, aléjense de su versión doblada como de la peste (no me vengan con lo de que “en mi ciudad sólo está doblada”: pues entonces no vayan y la jodan, esperen al DVD o búsquenla por canales alternativos), dejen que Garrone les enseñe el mejor pulso narrativo de los últimos años y una de las mejores películas de protagonista colectivo jamás hecha. Mi pequeño apunte pesimista es pensar en qué será de alguien tan poderoso filmando como el director romano después de un éxito mundial tan fulgurante, si girará del todo al cine social o seguirá, como hasta ahora, investigando caminos difíciles.
El eco de Paolo Sorrentino en nuestro país, sin embargo, es bastante menor, a pesar de que muchos miran con curiosidad Il Divo (2008), su fábula moral con Giulio Andreotti de protagonista principal. Este director napolitano recibió buenas críticas y algún premio menor en el festival de Venecia de 2001 por su debut, L’uomo in più, un cuento de hadas triste y abatido sobre el final de la carrera de un cantante de música ligera y un futbolista que comparten el mismo nombre. En este film el protagonista era Toni Servillo, quien desde entonces será siempre el actor fetiche que acompañará a Sorrentino en todas sus películas. Pero la eclosión de su popularidad local como director llega con su segunda película, Le conseguenze dell’amore (2004), presentada en el festival de Cannes y que consigue cinco premios de la academia italiana de cine, incluyendo mejor película, director, actor y guion.
Le conseguenze dell’amore marca de forma definitiva los rasgos estilísticos de Sorrentino, los lugares comunes (¿amaneramiento? Ya veremos, es posible) que configuran su manera de rodar: movimientos bruscos pero limpios de cámara, encuadres difíciles y angulosos, interacción permanente de la música más contemporánea con sus imágenes, repetición de los esquemas de ciertas secuencias, exacerbación de los rasgos expresivos de los actores para lograr un efecto concreto, una cierta estética de videoclip pero bastante alejada del modelo MTV… todo esto deja una impronta clara en las imágenes que salen por la pantalla, generando un reconocimiento inmediato, una firma clara, una huella evidente de la autoría. Pero lo realmente apasionante de este modelo cinematográfico de Sorrentino (quien podría copiar a Tarantino pero no lo hace, podría ser paródico como Robert Rodríguez pero no lo es, podría imitar manierismos del cine de Kim Ki-Duk pero se aleja de esa sombra) es su utilización consciente de todos esos rasgos de estilo en beneficio de una narración y un relato completamente alejados a priori de la contemporaneidad tan rabiosa de sus imágenes.
La realidad es que Le conseguenze dell’amore es una historia de amor de corte clásico camuflada bajo esa estética arrebatadora y fascinante, y el espectador se encuentra a menudo inmerso en una puja entre la fantasía audiovisual del director y la desgarradora realidad solitaria y abocada a la tragedia de sus personajes, dudando entre sonreír incrédulo o no. La mezcla resulta llena de sabor y, sobre todo, apasionante.
Los hallazgos de Le conseguenze dell’amore están, uno por uno, localizados en Il divo, una película que, recuperando a ratos olores de otros tiempos, apuesta por ser el reverso sardónico de Gomorra, es decir, juega a desnudar las miserias de la corrupción del sistema sanguíneo de la sociedad italiana pero en lugar de despojar de artificio la historia y dejar a la crudeza campar a sus anchas hace justo lo contrario: mete todo los elementos de la narración (el presidente Andreotti —el día que el resto de Europa descubra a Toni Servillo caerá rendida ante él—, su séquito, los datos históricos, el parlamento italiano…) en una coctelera fantástica, de teatro de marionetas, sacada de una obra de Darío Fo de los años setenta. Sorrentino juega a ser dios con Andreotti y cuenta la historia a través del cerebro y los ojos del ex presidente, en un mundo donde los mafiosos sonríen apacibles tras jaulas de cristal, donde quince guardaespaldas armados caminan y conducen al ritmo pausado de su protegido que, a su vez, es el ritmo de la Pavana Op. 50 de Gabriel Fauré, donde el fantasma de Aldo Moro visita al Divo y le atormenta, noche sí y noche no, con acusaciones ambiguas de abandono y traición.
Il Divo es una película espléndida, intensa, impactante y profundamente divertida de principio a fin. Ojo con Paolo Sorrentino, ojo con el director napolitano que, sin haber cumplido los cuarenta años, puede ser la punta de lanza de toda una nueva generación de cineastas, los italianos, que pugnan por salir del desierto cinematográfico en el que han estados sumergidos los últimos treinta años.
2008-12-10 10:12
Una gran, gran secuencia esa del paseo nocturno del presidente y sus guardaespaldas de la cual has puesto la música.
“Il Divo” es una película sorprendente porque nadie habla de política en el cine en los términos en los que lo hace Sorrentino. Resulta muy original. El único problema para disfrutarla es lograr entrar en su juego (y no me parece trivial): si no lo consigues, no hay diversión.
2008-12-10 23:20
Estreno en España el 12 de diciembre de 2008