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Butaca no numerada por Alberto Haj-Saleh

Sentado en una vieja Butaca no numerada de terciopelo rojo, el autor se lanza a una reflexión impúdica todos los miércoles sobre cualquier cosa que se atreva a moverse por las pantallas, sean éstas de cine o no. Alberto Haj-Saleh es editor de LdN y autor de la columna Teatro Abandonado.

Derribando la cuarta pared

Disculpen por la obviedad de lo que voy a decir, sé de sobra que no es ningún descubrimiento: la condición de voyeur por parte del espectador cinematográfico nunca puede darse por descontada. En la mayor parte de los casos, dentro del cine convencional, la película se toma bastantes molestias para no apelar bajo ningún concepto al que mira a la pantalla, trata de dejarlo fuera en cualquier circunstancia de manera que su participación en el relato sea nula o apenas tangencial.

Cuando se trata de interpelar al público el recurso más evidente (y el más antiguo) por parte del director suele ser la mirada a cámara del actor, a veces acompañada de una conversación directa con el espectador. Nacho Vigalondo lo explica francamente bien en este artículo de su blog:

Woody Allen nos contaba el chiste del huevo en Annie Hall pero mucho tiempo antes Buster Keaton nos miraba con un rescoldo de dignidad tras pegarse una buena hostia.

Para añadir justo en el párrafo siguiente:

Un texto a cámara puede ser irritante o agradable, pero siempre resulta fascinante debido a la paradoja que encierra: Nos acerca a la película y nos distancia de ella a la vez. Nos invoca y nos hace partícipes, pero a costa de desmontar el espacio narrativo en el que se sostiene.

Entonces, ¿en qué momento el espectador puede traspasar la “cuarta pared” cinematográfica y penetrar, a modo de observador inopinado, en la narración como elemento integrante de la misma? ¿Existe esa posibilidad voyeurística que nos sitúe no como espectadores omniscientes sino como espías parciales?

Para obtener eso hace falta que detrás de las cámaras se sitúe un maestro del punto de vista, un director como José Luis Guerín que nos ubique de forma intencionada e irremediable en la posición del perseguidor del protagonista, como sucede con el joven pintor eje de En la ciudad de Sylvia (2007). O como nos obliga a hacer Louis Malle en Vanya en la calle 42 (1994) su enorme y maravilloso testamento cinematográfico.

La premisa del filme no puede ser más sencilla: un grupo de actores dirigidos por Andre Gregory está últimando el montaje de la obra Tío Vanya, de Antón Chéjov y utilizan como local de ensayo un viejísimo e imponente teatro abandonado situado en la calle 42 neoyorkina. Uno de los actores ha invitado a una amiga, la señora Chao, a asistir al ensayo general sin vestuario y a partir de ahí es la propia Tío Vanya la que veremos en pantalla, sin distracciones ni argumentos paralelos, sin historias más allá de las que se suceden sobre el escenario, escenario imaginario compuesto apenas por una mesa, un sofá y algunas sillas.

Malle nos invita, como hace el director de la compañía con la señora Chao, a sentarnos junto a él y observar uno de los momentos más íntimos e irrepetibles de cualquier montaje teatral: el ensayo general, el momento en el que los actores deben abstraerse completamente por primera vez de cualquier elemento externo para componer un texto teatral de forma unitaria, con el añadido fantasmal de la ausencia casi total de público. No hay interrupción, exceptuando las propias de la lógica interna de la obra —esto es, la división por actos— ni correcciones, pero tampoco hay trajes de época o escenografía, no existe atrezzo ni ayuda musical —salvo ese leve, levísimo saxofón de Joshua Redman que aparece de vez en cuando tan integrado con el desarrollo de la obra que apenas reparamos en él—, sobre el escenario sólo tenemos rostros y voces.

En un abuso de poder, el que le da la cámara, Malle nos sitúa más allá de nuestra condición de espectadores cinematográficos y nos sube al proscenio, en ese lugar frente a los actores en el que nunca se podrá situar el espectador del patio de butacas. Desde ese momento olvida la existencia de Gregory y el par de espectadores que le acompaña para concentrarnse en Wallace Shawn (Vanya), Julianne Moore (Yelena), Brooke Smith (una estupenda Sonya) o Larry Pine (Doctor Astrov). Malle nos obliga a ser mirones a través de él mismo y no de otros, cóloca el punto de vista a la altura de sus ojos y desde allí nos fuerza a focalizar la mirada allá donde él dispone que debe posarse y en ninguna otra parte. El efecto es asombroso, ya que el espectador deja detrás de sí esa “cuarta pared” de la gran pantalla para convertirse en elemento integrador y partícipe, aunque sea en silencio, de esa doble reflexión que implica el texto de Chejov por una parte y el ensayo en sí mismo por otra.

En este inmenso y ejemplar palimpsesto, Malle incluso hace un guiño autoritario a su rol de creador omnipotente del discurso cinematográfico más allá del teatral; en mitad del olvido de nuestra condición de meros espectadores estáticos, el director francés introduce un monólogo interior dentro del pensamiento de Yelena (interpretada por Julianne Moore) provocando un efecto de irrealidad devastador, equivalente a una zancadilla en mitad de una carrera en línea recta. Una sensación que se repetirá en unos créditos finales donde se ahonda en la distancia que ha llevado dos horas superar y que con su aparición hacen un precioso efecto de telón que cae en la obra, en la película y en la obra cinematográfica de su director.

Alberto Haj-Saleh | 02 de abril de 2008

Comentarios

  1. gatavagabunda
    2008-04-02 18:29

    Sí, es muy sorprendente cuando uno ve en “Vanya en la calle 42” ese momento donde Julianne Moore “piensa”. De repente se te rompen los esquemas, pero al mismo tiempo, te gusta: has vulnerado una regla, has entrado en territorio prohibido.

    He visto hace poco “Una encuesta llamada milagro”, donde el protagonista interpela a lo largo de toda la película al espectador, y pensándolo bien, realmente es poco habitual que se use este recurso fuera de la comedia. Si acaso, con una voz en off.

  2. María José
    2008-04-02 18:47

    Muy interesante la reflexión. Me encantó “Vanya en la calle 42”, pero no me di cuenta de esto explícitamente.

    Estaba dándole vueltas a si había alguna película que diera un paso más, es decir, que de alguna manera permitiera que el espectador no tuviera tan dirigida la mirada. Poder conseguir evitar lo que tanto le perturbaba a Kafka del cine. Pero no se me ha ocurrido ninguna, quizá a vosotros que sabéis más de esto se os ocurra alguna.


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