A través de sprites polvorientos y bajo viejos y olvidados comandos de basic, Francisco José Palomares, arqueólogo de los 8 bits y soñador profesional, nos trae los días 9 de cada mes el fruto de sus investigaciones, centradas en la búsqueda del rastro del legendario héroe Johnny Jones. Su intención: reconstruir lo más fielmente posible la memoria sentimental de una generación fascinada por los gráficos simples, los casetes llenos de pitidos y la música en MIDI.
Estás tan cerca de tu objetivo que casi puedes tocarlo. Has superado cientos de obstáculos para llegar hasta aquí, derrotado a miles de enemigos, saltado sobre decenas de abismos sin fondo y esquivado incontables trampas mortales. Has sufrido heridas profundas y dolorosas, encontrado nuevos compañeros de fatigas que te han ayudado en tu periplo, aunque también has sido traicionado por algunos de ellos. Y estando tan cerca del final, te das cuenta de que todo ha valido la pena. Pero de repente, cuando ya empezabas a estirar la mano para alcanzar la meta, algo te interrumpe. El escenario se vuelve más oscuro, la música de fondo cambia, y aparece ante ti el último escollo, la prueba final, aquel al que esperabas y temías a la vez: el jefe final.
Los jefes finales, así como sus subordinados conocidos como jefes finales de fase, son uno de esos elementos de los videojuegos que son mucho más antiguos que el medio en sí. Luke Skywalker se enfrentó a Darth Vader a bordo de su Ala-X al final de La Guerra de las Galaxias cuando lo más complicado que se había hecho en el mundo de los videojuegos era hacer rebotar una pelota cuadrada contra una paleta, por no hablar de la lucha entre Frodo y Sméagol sobre las llamas del Monte del Destino, las decenas de brujos malignos y monstruos malolientes destruidos por Conan o la desesperada batalla de Rick Deckard contra Roy Batty en los tejados de Los Ángeles, décadas antes de que a nadie se le ocurriera ponerse a jugar con maquinitas que hacen “bip”.
Sin embargo, los jefes finales realmente empezaron a brillar con luz propia con su introducción en los videojuegos, hasta el punto de convertirse en uno de los principales tropos (hacer clic en ese enlace destruirá vuestra vida, quedáis avisados) del mundillo. Es casi imposible encontrar un juego de casi cualquier género que tenga un mínimo de argumento detrás de su desarrollo y en el que no haya como mínimo un jefe final. No, Tetris no cuenta. Demonios, hasta se podría decir que la nave nodriza que aparece de vez en cuando en Space Invaders- cuenta como uno, aunque aparentemente haya millones de ellas, mueran de un disparo y sólo sirvan para sumar puntos extra al marcador.
El primer jefe final oficial, sin embargo, apareció en uno de los muchos sucesores espirituales del bombazo de Atari: Phoenix. Un matamarcianos más dentro de la gran invasión de juegos similares que se produjo a finales de los 70 y principios de los 80, Phoenix se distinguía del resto por permitirnos enfrentarnos a la nave nodriza de los pajarracos estelares después de cinco fases. Para derrotarla había que destruir su casco para poder alcanzar a un pequeño extraterrestre que se movía por su interior, esquivando a la vez sus misiles y sus pájaros escolta. Destruir la nave nodriza no finalizaba el juego, sino que nos mandaba de vuelta al comienzo, esta vez con un nivel de dificultad algo más elevado. Sí, los juegos antiguos eran cualquier cosa menos simpáticos…Muy pronto los jefes finales se extendieron a casi todos los géneros, volviéndose casi imprescindibles en matamarcianos y otros shooters del estilo, juegos de plataformas, de lucha y de rol, y algo menos omnipresentes en las aventuras, tanto gráficas como de texto. Eran la forma perfecta de acabar un juego, recompensando al jugador por los esfuerzos invertidos en conseguir llegar hasta allí con la posibilidad de derrotar con sus propias manos al causante de todos los males. Evidentemente, para resultar efectivos como retos para alguien que ha conseguido pasarse el juego casi al completo, los jefes finales siempre deben ser notablemente difíciles de vencer e imponer respeto y temor con su sola presencia en la pantalla, provocando así un mayor deseo de victoria en el jugador, y una maravillosa sensación de triunfo cuando por fin se consigue esa ansiada victoria.
Los juegos se volvieron más largos y más complejos, y su desarrollo se dividió en fases, misiones o niveles, diferentes nombres para lo que en realidad no son más que los diferentes capítulos de la historia del juego. El siguiente paso lógico fue la aparición de los jefes finales de fase, cuya derrota marcaba el fin de un capítulo y un paso más en el camino triunfal del héroe hacia su objetivo final. El problema radicaba en crear jefes finales de fase que fueran los suficientemente peligrosos e interesantes como para suponer un reto auténtico para el jugador, pero sin llegar nunca a ser más poderosos o imponentes que el jefe final, y manteniendo una dificultad más o menos creciente a lo largo de todo el juego. Conseguir ese equilibrio era, para la mayoría de juegos de la segunda mitad de los 80, la clave del éxito, y fue una piedra en la que muchos juegos de acción de la época tropezaron, bien por exceso (jefes finales de fase demasiado poderosos demasiado pronto que frustraban a los jugadores) o por defecto (jefes finales de fase demasiado débiles, que prácticamente se derrotaban con la misma facilidad que un bichejo normal y corriente, y que aburrían por triviales).
Con tantos miles de jefes finales pasando por nuestras pantallas a lo largo de los años, no es de extrañar que éstos de hayan acabado estandarizando, de manera que casi todos los ejemplos pueden clasificarse en uno o varios tipos de jefes. Un clásico de todos los tiempos es el jefe invulnerable, pero con un único punto débil que hay que golpear repetidamente para derrotarle. Otro ejemplo típico es el jefe recurrente, que seguramente sea el primer jefe que encontremos y al que derrotaremos con facilidad, sólo para volver a encontrarnos con él varias veces más adelante, volviéndose un poco más poderoso y peligroso en cada iteración. También tenemos el Dragón, ese malo malísimo al que llevamos persiguiendo durante todo el juego y al que finalmente derrotamos, sólo para descubrir que en realidad no era más que el lugarteniente del malo malísimo de verdad, que aparece inmediatamente para darnos cera por todos lados.
Especialmente notables en su tratamiento de los jefes finales son los juegos de rol de consola, japoneses en su gran mayoría, y que llevan repitiendo algunos patrones únicos desde hace casi tres décadas con gran éxito. Un tipo de jefe casi exclusivo de este género es el jefe “payaso”, una variedad del jefe recurrente que es derrotado con extrema facilidad en sus primeros encuentros, y que parece ser prácticamente una broma de los desarrolladores… hasta que finalmente se cansa de tonterías y se pone serio, generalmente provocando caos y destrucción masiva (y gritos de frustración por parte de los jugadores). Otro clásico del género es el jefe imbatible, que existe sólo para derrotar inapelablemente al grupo de héroes en el primer nivel y así generar un sentimiento de venganza en el jugador hasta que sus caminos se vuelven a cruzar, generalmente en el final del juego o muy cerca de él. Y por último, tenemos el jefe “cebolla”, casi obligado como enemigo final del juego: después de sudar sangre, el jugador logra derrotarle, sólo para descubrir que ese engendro del mal era únicamente la primera forma del jefe, que vuelve a la vida con nuevos poderes, más vida y mejores defensas y una pinta aún más temible. Puntos extra si después de esa segunda forma hay una tercera, una cuarta y hasta una vigésima.
Ahora normalmente viene el párrafo en el que lamento la pérdida de un elemento clásico de los videojuegos en la generación actual, pero por una vez no es el caso. Los jefes finales siguen vivos y coleando, e incluso han ganado en importancia desde su creación, convirtiéndose en protagonistas casi absolutos de algunas series de juegos. En la saga God of War, por ejemplo, el interés de cada nivel es exclusivamente la lucha de Kratos con el dios o semidios de turno, mientras que los enemigos menores que se encuentra durante cada nivel son poco más que piedrecitas en el camino de un Sherman M4. Otros juegos, como la joya freeware Warning Forever, directamente eliminan los enemigos menores para convertirse exclusivamente en una sucesión de jefes. Queda claro que los jefes finales gozan de buena salud hoy en día.
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