A través de sprites polvorientos y bajo viejos y olvidados comandos de basic, Francisco José Palomares, arqueólogo de los 8 bits y soñador profesional, nos trae los días 9 de cada mes el fruto de sus investigaciones, centradas en la búsqueda del rastro del legendario héroe Johnny Jones. Su intención: reconstruir lo más fielmente posible la memoria sentimental de una generación fascinada por los gráficos simples, los casetes llenos de pitidos y la música en MIDI.
Caray, ya van nueve meses de Buscando a Johnny Jones. No es que sea una efeméride especialmente significativa, pero sí que me da la sensación de que no es físicamente posible que haya pasado tanto tiempo. Parece que fue ayer cuando Alberto me reclutó para, textualmente, rellenar un hueco que tenían en el día 9 de cada mes. Para hacer bulto, vamos. Y aquí sigo, redescubriendo viejas glorias videojueguiles (cielos, me encanta esta palabra) y adoctrinando a las nuevas generaciones sobre la Edad Dorada de nuestro entretenimiento favorito. O, en otras palabras, personificando de maravilla el concepto de Abuelo Cebolleta, pero con un joystick en la mano en vez del típico bastón con empuñadura de marfil en forma de cabeza de caballo deforme. Si con 29 primaveras de nada ya estoy así, me doy miedo a mí mismo dentro de 30 o 40 años…
En estos nueve meses hemos dado un repasito a algunos pedazos de la historia del entretenimiento informático doméstico. A veces centrándonos en un juego en concreto, otras veces dedicándonos en exclusiva a una compañía, e incluso dando una visión general de todo un subgénero dentro de los videojuegos. Pero hay un capítulo muy, muy importante del mundillo al que no le he dedicado apenas atención. Sólo un par de menciones de pasada, algún que otro título dejado caer sin entrar en más detalle, y poca cosa más. Y es que, hasta ahora, casi todos los juegos comentados han sido juegos de ordenador. Pero nunca, o casi nunca, he hablado de juegos de consola. Así que, antes de que las hordas de fans consoleros se den cuenta y me arranquen la yugular a mordiscos, voy a tener que intentar poner solución a este aparente agravio comparativo.
La verdad es que el hecho de que más o menos haya ignorado a las consolas hasta ahora tiene su explicación: yo siempre he sido de ordenadores. Aunque más por obligación paterna que por vocación propia, la verdad. Con el ordenador siempre tenías la excusa de que lo ibas a utilizar “para estudiar”. Aunque claro, ya me explicaréis de qué narices sirve un MSX sin impresora a la hora de hacer los deberes del colegio… En cualquier caso, eso de tener teclado y poder hacer otras cosas que no sean jugar con él vendía mucho a la hora de convencer a mis padres de las bondades del ordenador. Con las consolas no había esa suerte, eran puro vicio y perversión y sólo servían para cansarte la vista, convertirte en un vago bueno para nada y hacerte perder tiempo que deberías haber invertido en empollarte la lista de los reyes godos. Y alguna otra lindeza que ahora no recuerdo.
De hecho, una consola tuvo bastante que ver en que me volviera un fan de los videojuegos, y ni siquiera tuve que jugarla. En aquella época en que estudiaba mecanografía para que mis padres me dejaran comprarme el MSX, cada día al volver a casa pasaba por delante de una tienda de electrónica. Y en el escaparate tenían la por entonces gran novedad en España: la Nintendo Entertainment System. Evidentemente, la tenían enchufada a una televisión de 14 pulgadas con la demo del juego que traía de regalo, que no era otro que el archimítico Super Mario Bros. Más de una y más de diez tardes me quedé embobado delante del escaparate, viendo a Mario romper bloques de ladrillos a cabezazos, comer setas alucinógenas y pisotear a sus enemigos hasta aplastarlos. Y luego dicen que los juegos de Nintendo son para críos y no tienen nada de violencia… Tardé bastantes años en poder jugar con una NES, y fue gracias a mi prima, a quien le regalaron unas navidades la típica “clónica” con tropocientos juegos precargados en memoria. Nos pasamos muchas tardes muertas con ella, alternando entre partidillos de béisbol, sesiones de frustración intentando matar a tiros al perro sarnoso de Duck Hunt, y viajes a través del sistema solar en Gyruss, uno de los pocos juegos de acción que he sido capaz de acabarme sin ayuda.Por entonces, uno de mis momentos favoritos de la semana era el habitual viaje al centro comercial de turno. Cerca de casa tenemos un Carrefour bastante potable y por entonces mi pasatiempo preferido era quedarme en la sección de libros mientras mis padres hacían la compra. Mientras ojeaba algún libro de Elige tu propia aventura, me di cuenta que en la sección de electrónica, que estaba al lado, habían enchufado una consola, ¡y se podía probar! Me fui directo hacia allí (lo que me costó una mini-bronca de mis padres cuando volvieron a buscarme y no me encontraron donde ellos esperaban) y, tras una pequeña cola, pude coger el mando durante un rato. La consola era una Master System de Sega, y el juego un plataformas bastante potable llamado Alex Kidd in Miracle World. Si la memoria no me falla, esa fue la única vez en mi vida que pude jugar con una Master System.
Pasaron los años, y llegaron nuevas generaciones de consolas. Yo, quizá ya por entonces descubriendo mi latente pasión por lo clásico, tuve la oportunidad de jugar un par de partidas fugaces en una vetusta Atari 7800 en casa de un amigo, más como curiosidad que por otra cosa. Poco después tuve la ocasión de vivir en primera persona la aparición de las consolas portátiles. En un Salón de la Infancia en Barcelona descubrí un stand de Atari, que estaban promocionando uno de sus grandes fracasos, la Lynx. La consola acababa de salir al mercado, y el catálogo de juegos era bastante limitado, pero aún así pude perder un par de horas enganchado al Klax, una especie de cruce entre Tetris y el tres en raya de toda la vida. Y en el viaje de fin de curso de octavo de EGB, en Canarias, la fiebre del momento era la Game Boy, también recién aparecida en nuestro país. Muchas, muchísimas partidas a Tetris y Super Mario Land en consolas gorroneadas al amigo pudiente de turno, cuando podríamos haber estado tomando el sol y/o ligando en la discoteca. Y nosotros tan felices.
Las consolas de 16 bits pasaron muy de refilón por mi vida, y quitando alguna partida en la Mega Drive de otro amigo ( Super Street Fighter II y Virtua Racing, básicamente ), apenas tuve oportunidad de probarlas. Años más tarde tuve la posibilidad de recuperar el tiempo perdido gracias a los emuladores, y la Super Nintendo se convirtió inmediatamente en mi consola favorita de todos los tiempos sin haber podido jugar fisicamente con ella jamás. Juegos como Chrono Trigger, Final Fantasy VI, Super Mario World, Donkey Kong Country y otros muchos la encumbran a la cima. Si pudiera volver atrás en el tiempo, convencería a mi yo de 15 años para que pataleara, llorara y diera la murga en general hasta conseguir que sus/mis padres le compraran una SNES. Y a la porra con las paradojas temporales.
La siguiente generación (Sega Saturn, Nintendo 64) fue totalmente perdida para mí. Hasta la llegada de la sexta generación de consolas no pude reengancharme al tren, principalmente gracias a la Playstation de Sony, y gracias al mismo amigo propietario de aquella Mega Drive. Dos titúlos me vienen a la cabeza pensando en aquellas tardes: Riiiiiiiidge Racer! y, cómo no, Tomb Raider. No recuerdo si fuimos capaces de acabarnos la primera aventura de Lara Croft, pero si no fue así nos quedamos muy, muy cerca. Eso sí, aquello de saltar plataformas en tres dimensiones era un auténtico lío. Con lo fácil que era en las dos dimensiones de toda la vida, son ganas de complicarse la vida… Del resto de consolas de la época, no recuerdo haber entrado nunca en contacto con la GameCube. Sí, en cambio, con la Dreamcast, aunque fue breve: dos o tres partidas a SoulCalibur en casa de un compañero de la universidad.
De las generaciones más modernas no hablaré aquí, que después de todo esta columna es sobre juegos con al menos tres capas de polvo acumuladas encima de sus cajas y que ya hayan comenzado la primera etapa del proceso de fosilización. En cualquier caso es gracioso que, sin haber sido nunca dueño de una consola, haya tenido la oportunidad de jugar a grandes juegos en casi todas ellas. Bueno, tampoco es del todo cierto que nunca haya tenido una consola: hace nueve meses, justo cuando empecé a escribir esta columna, me convertí en el feliz propietario de una Nintendo DS, y en buena hora. Os puedo asegurar que las horas de avión y tren que supuso mi viaje a Japón se habrían hecho muchísimo más largas sin ella. Y sin el Puzzle Quest, claro. Quién sabe, quizás es el primer paso en mi tardía conversión, y dentro de un par de años he renegado del teclado, el ratón y la tarjeta gráfica de no sé cuantos megas de VRAM y me he pasado a una XBox720 con más lucecitas rojas que la nave de Encuentros en la Tercera Fase. Sólo espero que el fantasma de Johnny no me persiga a partir de entonces por traicionar su memoria o algo parecido. O si lo hace, que no haga mucho ruido, por favor. Que luego los vecinos protestan.
2008-05-10 02:21
Muchas gracias Francisco por este texto. En verdad te digo que yo, sin haber conocido personalmente las primeras consolas que nombras pero sí las que estan en medio (aunque de refilón, excepto la PlayStation), he recordado con nostalgia esta época de mi vida. Da gusto ver tan bien expresadas ideas que yo mismo tenia en forma de recuerdos difusos (como lo de pasar muchas tardes muertas delante de la consola o lo de jugar en el centro comercial) y que de algún modo, al leerte, puedo volver a vivirlos.
2008-05-10 12:04
La única consola que tuve yo fue una de las primeras nintendo, y el juego favorito sin ningún lugar a dudas fue el Super Mario Kart, al que hecho de menos en las largas tardes de invierno.
Y hombre, por rellenar, lo que se dice rellenar, no fue; se apostó, y se acertó, como casi siempre ;)
Saludos
2008-05-12 15:50
Siempre defendí el ordenador por encima de las consolas para jugar, pero hace tres años una vetusta Play Station 1 que sólo funcionaba en posición inclinada a 45% me hizo tragarme mis palabras. Sólo tenía un juego (Winning Eleven), más que suficiente para gastar decenas de horas con mi compañero de piso y razón única para, con casi 30 años, comprarme mi primera consola, una Play 2.
Echo de menos en este análisis a la pobre Game Gear, mucho mejor consola que aquella Game Boy (era como la diferencia entre un Commodore y un Spectrum, vaya), que no caló. Mi prima la tenía y me echaba yo unas partidas a un juego de Olimpiadas que para mí quisiera ahora.