Jorge Gómez Jiménez escribe sobre Oriana Fallaci y tras criticarla duramente transcribe parte de la Carta a un niño que nunca nació: “Pagué y la saludé con un gesto de la cabeza. Salí entre dos hileras de panzas hinchadas que se ofrecían provocadoras a mi vientre plano, que encerraba un muerto. Por fin, mi cerebro logró pensar algo: «Ocurrió lo que tenía que ocurrir. Por lo tanto, hay que ser coherentes». Y la palabra «coherentes» me acompañó hasta el hotel, martilleante, obsesiva: coherentes, coherentes, coherentes. Pero cuando entré en mi habitación y vi la cuna, el carillón y las camisitas de tu ajuar, vomité un prolongado gemido y caí sobre la cama mientras otro gemido se sumaba a aquél, y luego otro, y otro más, hasta que desde las profundidades del cuerpo en que yaces ahora, como un pedacito de carne que ya no importa nada, subió un gran llanto y destrozó la piedra, rompiéndola en mil pedacitos, desmenuzándola, pulverizándola.” La muerte de Oriana.