Sergi Pàmies: “Hoy, la sofisticación del vino ha dejado de ser un privilegio para democratizarse. Además de los circuitos elitistas de la enología, la afición por sabores y texturas ha alcanzado categoría de hobby popular. Uno de los efectos perversos de esta plaga es la abundancia de personas que, tanto en bares como en restaurantes, insiste en compartir con nosotros una lluvia de adjetivos que parecen salidos del cine porno: vigoroso, robusto, frutoso o carnoso. Esta secuela tiene, no obstante, su lado cómico. Con cuatro instrucciones y un poco de jeta podemos impostar un conocimiento que no tenemos. Los mandamientos del impostor impostado son simples. Primero: cuanto más pequeñas sean unas bodegas, más las defenderás. Segundo: repetirás el tópico según el cual el precio no hace al vino. Tercero: para darle un toque exótico a tu criterio, te mostrarás partidario de los vinos de, pongamos, Nueva Zelanda. Cuarto: meterás la nariz dentro de la copa tulipán cuando el camarero te dé a probar un vino sin que en ningún momento se aprecie lo ridículo que te resulta esnifar tu propia ignorancia. Quinto: devolverás una de cada 17 botellas siguiendo un criterio únicamente estadístico y para hacerte respetar.” El pecado de no entender de vinos.