En uno de esos incomprensibles (para la ética) dobles raseros de la comunidad internacional liderada por Estados Unidos, Pakistán, una dictadura férrea y promotora de terroristas sin número, es un país aliado. Chris Patten lo pone en el centro del huracán de Oriente Medio: “Sólo hace falta observar las estrechas relaciones que mantiene el ejército con los radicales religiosos para comprender lo poco fiable que es ese socio para estabilizar Afganistán. Los grupos militantes islamistas que Musharraf prohibió después de la atención internacional que suscitaron los atentados del 11-S en Estados Unidos y el 7-J en Londres siguen operando libremente. A las organizaciones yihadistas se les ha permitido dominar las campañas de ayuda humanitaria tras el terremoto de octubre de 2005. El ejército ha amañado repetidamente las elecciones, incluidas las de 2002, para beneficiar a los partidos religiosos frente a sus alternativas moderadas y democráticas.
En resumen, Pakistán está gobernado por una dictadura militar coligada con extremistas islámicos violentos. Al ejército no le interesa la democracia en el país, luego ¿por qué espera el mundo exterior que ayude a construir la democracia del vecino?” Cuáles son los males de Afganistán.