Hugo Beccacece: “El teatro, como la literatura, eran para Arturito la vida misma. A veces, representaba en el Hogar de Ituzaingó escenas de piezas clásicas para sus visitantes. En una ocasión me contó que había interpretado el papel de Fedra, de Racine, en casa de Silvina Ocampo y que, entre el auditorio, estaba Jorge Luis Borges. Recordaba: ‘Borges le dijo a Silvina que nunca había visto nada parecido. Y ella le contestó que era natural ya que él casi no veía. Entonces Borges le dijo que tampoco había escuchado nada semejante. Y ella le respondió que también era natural porque yo era un gran actor. Si querés recito lo mismo que le recité a Borges: la declaración de amor de Fedra a Hipólito’. Y, como en el comedor, donde nos encontrábamos, había mucho ruido, Arturito me guió hasta un pasillo en el que había un sillón imprevisiblemente cómodo. A la izquierda del sillón, se abría una ventana desde la que entraba la luz desolada de un atardecer de invierno. A la derecha, en cambio, había una puerta que daba al baño de hombres. Iluminado por el ocaso, Arturito empezó a recitarme en un francés impecable varias escenas de Fedra. Antes me aclaró que él mismo se daría las réplicas. Le bastaba saltar de una pared a la otra del pasillo para cambiar de papel. Era Fedra e Hipólito, a la vez. Quizá, siempre lo había sido. Los gestos amplios de sus manos inventaban túnicas, creaban augustos espacios y agitaban el aire cargado del olor a orina que venía del baño. En cierto momento, los gritos de un internado, víctima de un ataque de locura, se sumaron a los lamentos de Fedra. Como Borges, yo tampoco había visto ni escuchado nada semejante. Nada tan triste, tan dramático y, a la vez, disparatado.”
Arturito: el príncipe ignorado.