De la nueva versión de King Kong me interesan básicamente dos cosas; una, con vistas a si es lo suficientemente seria como para ir a verla, es si se le ven los genitales al gorila: si con ese tamaño no se le ven, es que el montador ha hecho esfuerzos sobrehumanos para evitarlo, y eso suena a exceso de azucar. La otra cosa es para los sociólogos: ¿acabará el mono con la moda metrosexual? ¿volverá el hombre peludo? En fin, si anoto la crítica de Rafael Marín es porque en su texto se puede ver en qué se ha convertido Hollywood: “Pero, ay, el ansia de fanboy de Peter Jackson lo lleva a rescatar aquellas escenas que se perdieron del rodaje original o no llegaron a rodarse siquiera, y de pronto nos convierte la isla en una pre-sucursal de Parque Jurásico (con el detalle, eso sí, de que los dinosaurios no responden a como los imaginamos ahora, sino que son bastante más bestiales), lo cual puede quedar muy chuli en pantalla, pero me temo que eso rebaja la gracia de King Kong como elemento distorsionador de la realidad a la que los expedicionarios y el espectador pertenecen. Al contrario de los superhéroes, King Kong tiene que saberse único, no parte de una Disneylandia desquiciada. Porque de desquicie y desbarre son las escenas que siguen, una tras otra: el intento de rizar el rizo lleva a momentos absolutamente ridículos: la estampida de los brontosaurios (donde además se nota que los efectos especiales son muy muy chungos), el continuo caer y recaer en cuevas de arañas, ciempiés, orugas, murciélagos (creo que sólo les faltó la planta carnívora), la increíble batalla a cuatro entre Kong y los T-Rex (donde a Kong sólo le falta girar en el aire como Trinity), y la estúpida escena de la telaraña de lianas donde Anne va cayendo de boca en boca como si le tocara tirar los dados.” King Kong o el síndrome de Estocolmo.