He tenido varios alumnos encarcelados, atados al sistema educativo sin posibilidad de escape; alumnos de que desde los doce años tenían claro que su futuro —deseado— era, por ejemplo, conducir excavadoras, y que esperaban al cumplir los dieciséis años para abandonar el instituto, y mientras tanto, con suerte, eran un mueble poco molesto en el aula. Germán Gómez habla de Argentina, pero es un problema universal: “Los estudiantes, en general, no tienen totalmente en claro para qué van a la escuela. Poseen brumosas imágenes, según las cuales estudiar es indispensable para conseguir un trabajo digno, progresar en la vida o convertirse en una persona buena y culta, socialmente aceptada. Pero todo eso, a la edad de ellos, se presenta como lejano y difuso. Constituye una seria dificultad explicar a un estudiante de nivel primario o secundario las razones por las cuales debe pasar muchas horas del día encerrado entre las paredes del aula, cumpliendo con obligaciones que pocas veces valora o entiende.” La escuela vivida como cárcel.