Albino Gómez, por entonces consejero de la embajada argentina en Santiago de Chile, narra su vivencia de
El día que derrocaron a Allende y de los sucesos posteriores: “Mediante prudentes negociaciones con el jefe de turno de la guardia de Carabineros, a cargo del portón de entrada, fuimos logrando que se permitiera el ingreso de personas que acudían en busca de protección. Lo hacían con discreción, entrando siempre de a una o, a lo sumo, de a dos o de a tres. A veces podía tratarse de un grupo familiar, como cuando entró una señora joven, seguida en fila india por cinco niños en escalera, muy pequeños, todos comiendo helados y portando globos, como en una fiesta de cumpleaños. Me pareció tan sorprendente como desgarrador, porque, aunque los ubicamos en el mejor lugar posible de la residencia, me dolía pensar en la incertidumbre que se avecinaba en sus vidas.”