Hay algo que llamamos
público, que nadie sabe qué es y se dedican importantísimos recursos para averiguarlo. Hay un sector (hay muchos, pero aquí sólo menciono dos) del público que llamo
los intelectuales, que son incapaces de disfrutar nada, dejarse llevar; creen que su obligación es ser críticos
durante el espectáculo, en lugar de después, cuando hay tiempo para pensar. Luego hay otro sector que yo llamo el de los
amantes. Pueden ser críticos, pero se dejan llevar. Lo que quieren es disfrutar, que para eso han pagado la entrada, y no ven por qué la vida no puede contener un alto porcentaje de placer. A ese sector pertenece
Joan de Sagarra, que escribe sobre Juliette Gréco: “A
la chica del perrito le fueron muy bien las cosas. Después de cantar en Le Boeuf sur le Toit, lo hace en La Rose Rouge. Es la consagración. Su repertorio ha crecido considerablemente, pero el rigor en la selección de textos y músicas se mantiene. Juliette sólo canta lo que le gusta y su gusto es exquisito. E inicia una carrera internacional. En los años cincuenta, poco antes de su recital en el Olympia (1954), actúa por primera vez en Barcelona, en el Rigat (ya no existe), y aquel niño que la había visto en la terraza del Flore (y que colecciona sus discos) va a escucharla cantar acompañado de sus padres. Y le pide una canción: La fourmie, un poema de Desnos. Y la Gréco —que ya es la Gréco— accede a su petición. Unos años más tarde, aquel mismo niño, ahora universitario, dará una conferencia en el Ateneu sobre la cantante. Le mandará el programa de la conferencia y ella le hará llegar una foto dedicada (que todavía conservo).”