Joan de Sagarra es uno de esos cronistas-columnistas urbanos tan clásicos que a veces uno tiene que ver la fecha del artículo para asegurarse de que es reciente y no de hace 50 años. Creo que todo periódico debe tener un columnista así, tan urbano, tan vividor de su ciudad. Normalmente nos los encontramos tan ocupados en la actualidad y en dar las consignas políticas del momento y el partido, que sus artículos son una invitación a cerrar el periódico. Bueno, los de Sagarra también invitan a cerrar el periódico, pero para echarse a la calle a disfrutar de la ciudad y entregarse a sus pequeños placeres. “Tomé el aperitivo en el Boadas, compré la prensa extranjera en el quiosco de la esquina con Canuda, llené la purera en Gimeno y me fui a almorzar al Irati, donde el chuletón sigue siendo excelente. Me tomé el café en la terracita del bar del Pi, en la plaza de Sant Josep Oriol, que es un sitio muy agradable, en el que nunca te aburres. La atracción de aquella tarde la componían un grupo de tipos, ocho hombres y una mujer, disfrazados de punkies o algo parecido, con sus respectivos perros de distintas razas y tamaños. Estaban sentados en el suelo, detrás de la estatua de don Àngel Guimerà (al pobre Guimerà lo tienen castigado, de cara a la pared de la iglesia del Pi), dándole a la litrona y fumando porros. Se les veía contentos, hablando y acariciando a sus perros. Junto a ellos había un par de tipos tumbados en el suelo que dormían la mona. A uno se le había cagado una paloma en el vientre.”
El último polvo.