El comite de consejeros para proponer una reforma de la Televisión pública está en el centro del huracán. Primero, me niego a llamarles sabios: me parece vocablo estúpido y absolutamente fuera de lugar, no por la valía de a quienes se aplica, sino porque el sabio es figura inexistente hoy en día. Tampoco experto es la adecuada: en general no lo son en el tema los escogidos. No me parece mal sin embargo que entre ellos haya quien no haya sido tele-espectador con asiduidad: primero, porque no por mucho ver la tele se tiene una mayor comprensión del fenómeno, y segundo porque la labor de Lledó —uno de los
invidentes— es aplicar su bagaje filosófico a un nuevo modelo en conflicto y cooperación con los demás consejeros: su bisoñez incluso puede ser una ventaja, pues
pensará un modelo más puro que ya en el contraste con el de los otros podrá encontrar su punto justo. Otro tema distinto es que guste el pensamiento de Lledó o de cualquier otro consejero, que gusten —que me vayan a gustar— las conclusiones a las que lleguen o que, finalmente, les hagan caso.
La tele y los sabios