Arístides Segarra se encuentra en uno de los trances más peligrosos de la paternidad, explicar cómo funciona el universo a su hija. La mayoría de los padres, y madres, huyen despavoridos cuando se les pregunta por qué el cielo es azul, por qué uno más uno son dos (v. Russell & Wittgenstein), por qué los ojos sirven para ver y los oídos para oír, por qué las cosas saben a lo que saben. A mí estas cosas me parecen de lo más divertidas. En
Papá, ¿cómo se mueve la luna? Irene le hace una de esas preguntas trampa a su padre, Segarra; él concluye el artículo con algo de su característica desesperanza social: “La mecánica del universo exige un ajuste explicativo muy fino: para el porqué bastaba con un: la luna no se mueve, es la tierra la que se mueve. El cómo implica necesariamente que la luna se mueve. Es lista mi niña. Excluyó de un plumazo dialéctico las posibilidades de fuga. Irremisiblemente abocado a explicar la fuerza gravitatoria con la muleta de la electromagnética, conseguí que entendiese la razón por la que pesan las cosas, por qué pesan más o menos según el tamaño del planeta, y por qué la luna no cae sobre la tierra. Fue agotador, así que aplacé más explicaciones. Pronto llegarán, pues una amiga mía, docente en ciencias, me informó que estas cosas no se explican en la escuela, según los planes de estudios, hasta los doce años.
¿Quién ha decidido que los niños son imbéciles? ¿Quién que pueden creer una interpretación mágica o feérica del mundo, y no su contrapartida científica? ¿Quién que la mera trascendencia les consuela? Así nos va.”