Nada que añadir a la argumentación de
Jesús Mosterín: “Por muy liberales que seamos, si no tenemos completamente embotada nuestra sensibilidad moral y nuestra capacidad de compasión, tenemos que exigir el final de esta salvajada. No existe argumento alguno para mantener las corridas de toros. [...] Sí, el toro sí sufre. Tiene un sistema límbico muy parecido al nuestro y segrega los mismos neurotransmisores que nosotros cuando se le causa dolor. No, el llamado toro bravo no es bravo, no es una fiera agresiva, sino un apacible rumiante, más proclive a la huida que al ataque. Dos no pelean si uno no quiere, y el toro nunca quiere pelear. Como la corrida de toros es un simulacro de combate y los toros no quieren combatir, el espectáculo taurino resultaría imposible, a no ser por toda la panoplia de torturas (los golpes previos en riñones y testículos, el doble arpón de la divisa al salir al ruedo, la tremenda garrocha del picador, las banderillas sobre las heridas que manan sangre a borbotones) a las que se somete al pacífico bovino, a fin de irritarlo, lacerarlo y volverlo loco de dolor, a ver si de una vez se decide a pelear.”
La tortura como espectáculo [*pdf].