Mi experiencia en aeropuertos no es precisamente prolija, pero las pocas veces que los he pisado he fluctuado entre dos situaciones: o correr desesperadamente por los largos y claustrofóbicos pasillos para llegar a tiempo o esperar horas y horas sin nada que hacer. Aún así, la verdad es que me gustan, quizás no por lo que son en sí mismos sino por lo que suponen de lanzadera.
Neuman (Andrés, imagino) hace un encendido
Elogio de los aeropuertos: “Me gusta advertir la cosquilla sigilosa de los aeropuertos, el zumbido de mosca virtual que merodea nuestros oídos. A veces nos montamos en una escalera mecánica y, pensativos, comprendemos que el viaje ya ha empezado, que, pase lo que pase, nada será igual, ni tampoco nosotros. Por increíble que resulte, a pesar del trajín, los aeropuertos tienden a parecernos silenciosos. [...] ¿De dónde provendrá esta hipnosis? ¿Acaso la espera es menos ruidosa que la acción? ¿Cuántas soledades deben sumarse para alcanzar la perfección del silencio? De lo que estoy seguro es de que, con toda su modernidad un poco obscena, en los aeropuertos hay algo sagrado.”