Tuvieron sus motivos y, sin duda, era un momento difícil y delicado, pero va siendo hora de reconocer al menos que la transición no fue todo lo feliz que debiera, y como consecuencia, tampoco la Constitución. En cualquier caso, ese terror a modificarla y ese uso demagógico que se viene haciendo de su adjetivación —partidos constitucionalistas lo son todos— no es la actitud más sana para una democracia: “La falacia, en el sentido de engaño o fraude, está servida: las constituciones democráticas no son instrumentos para combatir las ideas del que no piensa como yo. Antes al contrario, las constituciones son el más sencillo medio de convivencia entre quienes, precisamente, no piensan igual, entre los que cabe incluir, por supuesto, a quienes piensan que ese misma constitución debe ser no ya modificada, sino derogada: dejarles expresar sus ideas es la base sobre la que descansa esa práctica política que reclamaba Rawls.”
La falacia constitucional, de
Agustín Ijalba.