Yo ya he adornado el árbol. Para ello compré un juego de luces que vendían de saldo en el supermercado y cuyas instrucciones, escasas, estaban en idiomas extraños y peregrinos. Al enchufar las luces hasta me hizo gracia: con el encendido alternativo de decenas de bombillitas rojas, verdes y amarillas comenzó a sonar, ininterrumpidamente, una tras otra, el
top ten de los villancicos de Navidad. Sean compresivos si, en estos días, doy síntomas de irritabilidad, me muestro demasiado agresivo o, incluso, escribo mis anotaciones como el personaje de Jack Nicholson escribía su novela en
El resplandor.
Villancicos, de
Rodrigo Fresán: “Camino hacia esa mágica semana trágica que se abre con la celebración de una fiesta religiosa e imprecisa (el nacimiento de un mesías —que, hasta sus propagandistas lo admiten, nació en marzo— erigida sobre los oscuros terrenos de una fiesta pagana) y culmina en el descorche serial de una fiesta supersticiosa cuyas doce campanadas repican sobre la inasible sombra de una abstracción temporal. [...] Porque así es la Navidad: ciclotímica, inquieta, hormonal y por siempre adolescente. Si la Navidad fuera una de las edades del hombre, sería —a no dudarlo, coherentemente— la Edad del Pavo.”