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Para recordar en el cumpleaños del tata

El 88 cumpleaños de Augusto Pinochet debe destrozar las entrañas a miles de personas. Él podrá celebrarlo, tranquilamente, y además se permitirá el lujo —se lo permite, se lo permitió, se lo permitieron— de autoalabarse y consagrarse, y de insultar a todos los muertos. Rolando Gabrielli escribe para este Libro de notas un artículo sobre la ignominia, la mentira y el insulto que supone el paseo de este hombre por entre los libres. Para recordar en el cumpleaños del tata.
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Artículo publicado por Libro de notas

Para recordar en el cumpleaños del tata
por Rolando Gabrielli


Todo tirano deja su legado bajo la tierra, entre las tumbas de los sin nombre, donde la muerte crece como en un velorio, arropada por viejos crisantemos y rosas que conservarán los desaparecidos junto a los días, como unas pobres espinas olvidadas.

Lo que sucedió en Chile tiene sus peculiaridades, alguna excepción, ciertos tintes en alguna medida inéditos. La muerte es la misma en todas partes y su resultado es casi oficial, una suerte de tácito encuentro con lo que uno fue. Nadie puede inventar nada más allá de eso. La descomposición corporal es un hecho conocido, ampliamente documentado y trae marca de fábrica, de nacimiento. Nadie escapa a ese contrato. Ante este panorama, todos los humanos somos iguales, centímetros más o menos.

La tiranía chilena es otra cosa, trata aún de envolver un cactus con papel celofán. Repartir chocolates a los niños, después de haber dinamitado la casa de sus padres. Pasear en helicóptero a hijos de padres que fueron lanzados de las alturas al mar. Contarle cuentos de Caperucita Roja a los hijos de los desparecidos. La mentira, en verdad, es un raro oficio que se llega a creer, arde en la llama de la Libertad que encienden quienes no creen en ella.

Por ejemplo, hacer creer al país que los torturados, las personas desaparecidas, los fusilados, los muertos de hambre, los expulsados, los marcados con la letra L, nunca existieron, forma parte del repertorio de la impunidad.

Y si ahora, todos sabemos que esos hechos ocurrieron en el día a día de Chile, entre 1973 y 1989, es mejor olvidarlos, pensar en el futuro, no hacer justicia, escuchar la película de quienes cometieron los delitos y siguen bajo la impunidad de los falsos recuerdos que ellos amontonan como pompas de jabón. El negro menú de nuestro sainete.

En el cumpleaños 88 del dictador Augusto Pinochet Ugarte, quien gobernó Chile entre 1973 y 1989, cuando todos creíamos que los cuentos de hadas eran sueños de infancia, el capitán general, se proclama el ángel salvador de Chile.

Lucifer fue el principal ángel de Dios en su momento, una especie de lugar teniente, y terminó escuchando los sones de Lilí Marlene, frente a una carne a la parrilla.

Son casi sus últimas palabras las que reproduce la prensa internacional, aunque el Congreso de Chile podría decretar otros 88 años de vida al general para beneficio de Chile, y recoger en letra y espíritu, el gran titular que lo declaró Inmortal en los días en que estuvo bajo arresto en Londres por genocidio.

Europa entera le dio la espalda, comentó un horrorizado político conservador, aquellos días en que el mundo creyó tener en sus manos al mismo Lucifer. Él, ya senador vitalicio por obra y gracia del dedo democrático de la constitución política que amarró a su caballo con alambres de púa, visitaba la Gran Bretaña, con fines comerciales, recreativos y de salud. La combinación perfecta de un padre de la patria moderno y aún dueño de la Hacienda Chile. El viaje le salió como un tiro por la culata. Los bobys ingleses lo detuvieron en la London Clinic por orden del juez Garzón de España y el Tata fue retenido 503 días en Londres.

Los hechos son conocidos y quedaron registrados en el mundo. Regresó a Chile en calidad de cadáver político y se volvió a pactar con Lucifer un reposo perpetuo en alas de una aparente soledad marginal del poder, en medio de un risible intento de encausarlo. El viejo soldado se alzó, a la hora de su regreso a Chile, desde su silla de ruedas y caminó unos pasos frente a un grupo de amigos que le vitoreaba en la terminal de Santiago. El nuevo milagro se volvía a producir, el paso de la inmortalidad estaba asegurado.

Muchos quizás ignoren que el tiempo le ha otorgado este castigo de vivir frente a la realidad, ante los hechos y ver erigir con sus ojos la estatua de Salvador Allende frente La Moneda, y el reconocimiento al viejo mandatario socialista en el mundo y que él con fuerzas internacionales empujaron al suicidio el 11 de septiembre de 1973.

Poco más de 30 años después, en el día de su cumpleaños, declaró que esta será la última entrevista de su vida, y por eso aprovechó de autocalificarse ante la televisión de Miami, de “Ángel protector”, quien incinerara la democracia, guillotinara libros y convirtiera en polvo las libertades, incluidas las de movimiento y de expresión.
“Primero que todo soy católico, no maté a nadie”, sentenció, y es una buena frase para su propio epitafio. “Soy bueno, me siento un ángel”, de la muerte, han dicho los familiares de los miles de desaparecidos.
Durante 17 años, este angelito trituró con su máquina de moler carne y con el gran aparato militar del Estado, la conciencia nacional, puso en cautiverio la loca geografía chilena con sus hasta hoy 15 millones de habitantes, en nombre de Yo, Augusto, y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
Marcos Taracido | 26/11/2003 | Artículos | Derechos Humanos

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