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Bagdad, las mil y una trampas

Rolando Gabrielli nos da otra visión de Bagdad, más poética y menos analítica: “Uno entra, me imagino, a la ciudad y se multiplican los miedos, se sabe que alguien va a morir de antemano, porque los dados fueron echados y el tiempo decide además que cartas ya van marcadas: tierra o aire, la vida se la juega con la muerte. Bagdad se pronuncia como si uno sintiera que algo se atraganta en la garganta, grueso, difuso, misterioso, el umbral hacia lo desconocido, la noche en que las tortugas viajan para cambiarse de ciudad y desovar por la paz y el futuro de la humanidad.” Bagdad, las mil y una trampas.
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Artículo publicado por Libro de notas

BAGDAD, LAS MIL Y UNA TRAMPAS
(un cuento de nunca acabar)

Por Rolando Gabrielli



A Bagdad me la imagino una ciudad sin puertas, donde un ciego llega a descansar una noche protegido por el desierto y las estrellas, el rumor de dos ríos que cubren de silencio la milenaria sombra de los tiempos.

En sus manos, unos dátiles frescos, alegran sus sentidos de viajero que venía de otros tiempos, aunque sus pies traían el polvo reluciente del desierto, y la postura con que se presentó, era la de un guerrero que no creía en nuevas batallas. Su rostro, el vacío de un pasado esplendoroso, no más abierto que al misterio, la mirada ciega del porvenir, ese que el bumerang del pasado recoge como un puñado de polvo en alguna esquina de la vida.

Ciegos han sido algunos con el futuro de Irak, pero el destino tiene las llaves para ese pueblo olvidado por la justicia, sometido al rigor de la permanente prueba de los tiempos, humillado y que nunca se ha rendido ante la conquista extranjera.

El hombre trae todos sus haberes contenidos en un pequeño librito con la palabra y se instala sólo para recorrer con sus dedos esas antiguas páginas que escuchó leer a sus mayores y que su memoria tintinea como pequeñas monedas en una alcancía. Cae el sol en Oriente una tarde cualquiera, mudo, rojo, bajo las alfombras aún conserva su calor en el desierto.

Bagdad la ciudad sin entrada, sin salida, ciudad tomada por el tiempo, habitada por los sueños y los cuentos de Las Mil y una Noches, abandonada a su historia milenaria, inaugural, babélica y babilónica, río del tiempo, rostro que multiplica rostros que nadie jamás conocerá.

La ciudad es el enigma de su historia y habitantes, oscuro túnel inacabado para sus visitantes indeseados, un puente que puede ser un grano de arena o el desierto detrás del espejismo, el mediodía que se desinteresa de la conversación ajena, la mezquita que impone su hora, la luz de un ciego autor en la biblioteca de un pueblo de analfabetos. Ahí sólo calla una lámpara muda y que aún así, ilumina las pesadas noches.

Yo no le pondría cuidado al tiempo de una ciudad que se mueve como un rompecabezas, que agita sus alas, vuela de noche, dormita bajo un portal donde las sedas son más suaves que las manos de una doncella recién desposada.

Una puesta de sol, cuando llegan o despegan los aviones, cae un helicóptero atravesado por un misil, son escenas de un mismo paisaje confundido por la realidad y la ficción, en la milenaria tempestad de Bagdad y sus alrededores, pequeños poblados o ciudades alternas, en fin, los espacios de Babilonia construidos para juntar el tiempo en un montón de polvo ya vivido.

Chatarra hoy la vida como los sueños y los jeeps que se desplazan artillados en búsqueda de la muerte.

Uno entra, me imagino, a la ciudad y se multiplican los miedos, se sabe que alguien va a morir de antemano, porque los dados fueron echados y el tiempo decide además que cartas ya van marcadas: tierra o aire, la vida se la juega con la muerte. Bagdad se pronuncia como si uno sintiera que algo se atraganta en la garganta, grueso, difuso, misterioso, el umbral hacia lo desconocido, la noche en que las tortugas viajan para cambiarse de ciudad y desovar por la paz y el futuro de la humanidad.

¿Con qué caparazón se debe entrar a Bagdad, se preguntan algunos que viven de y por, para la seguridad? La respuesta la tiene un niño sin piernas ni brazos. La muerte se arrepiente de haber entrado a Bagdad. Se sabe desautorizada por los hechos. Mira cabizbaja, humillada, porque siempre alguien se le adelanta. La bautiza a ella misma, con una gotas negras, convertidas en ataúdes flotantes, que vuelan bajo el ímpetu de unos sueños negros.

Bagdad es una solapa negra en el esqueleto de la humanidad. Alguien se la prende al ojal a esa rosa negra y entra a los banquetes a pedir dinero para reconstruirla.

La muerte se da banquete ante los ojos del mundo y algunos le sirven champagne.

Con un martillo se subasta el espíritu, el cuerpo y alma de la ciudad con todos los habitantes que hacen largas filas para entrar en otro sueño. Una campanita de hada madrina los convoca para inaugurar un Paraíso, que de todas maneras se seguirá perdiendo por descuido municipal o de las compañías mercadeadoras de la dignidad. Entrar a Bagdad desde afuera, extranjero, es sumarse a la impunidad, al arbitrio, al sombrero de plomo bajo un cielo donde caen misiles, una geografía que expulsa gente por el aire junto a sus automóviles, carros de combates y otras piezas blindadas de muerte y orgullo occidental.

Bagdad y el país entero debiera verse desde el cielo bajo el símbolo de la Cruz Roja. Nación herida, mutilada, secuestrada, humillada, tejida con el velo del terror y el miedo, la araña que se ahoga en la red que le tejen otros arácnidos más veloces que el tiempo.

La ciudad es la imagen de un jorobado que viaja en un camello y duerme bocabajo como el animal que monta y sigue de viaje por unas calles que nunca son las mismas.

Es tan frágil la realidad de Bagdad para sus ocupantes, como si se sintiera el ruido implacable de un ejército de elefantes caminando sobre cristales y sonrieran al hacer al vacío sin red ni tiempo. Y la frase es tan real, como si estuviera viendo una orquesta despidiendo los últimos cuerpos camino a un cielo oscuro, lagrimoso, vociferante de terror.

En Bagdad se ha comprobado que la historia no tiene fin. Alguien pareciera agregarle unas cuantas horas más cada día al calendario. Algunos no desean que esta historia termine. Hay historias que resultan ser grandes negocios. Se prestan para hacer otras historias. El tiempo parece maldito y le pide rendición cuentas a la historia. En algún momento la confesará. Es, como en las Mil y una Noches, un cuento de nunca acabar.
Marcos Taracido | 05/11/2003 | Artículos | Conflictos bélicos

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