Carlos Peña argumenta: “Las autoridades públicas poseen, por supuesto, derecho a la privacidad, pero parece obvio que el umbral de protección debe rebajarse si el interés público
la índole de las funciones que les han sido confiadas así lo demanda. Al fin y al cabo, los cargos públicos en una democracia no son dignidades que nos permiten eludir a los demás, sino encargos o mandatos por los que la ciudadanía tiene derecho a pedir cuentas. La insolencia periodística o la crítica vehemente son, cuando se trata de funciones públicas, inevitables.” Y lo extiende a todos aquellos que por su profesión (curas, actores…) influyente y pública deben dar ejemplo mostrando su vida privada. Sibilina propuesta de control y censura. Las autoridades públicas no han de tener ni un sólo priviligio sobre los demás ciudadanos, y ni un sólo derecho menos: ¿qué nos importa si en su intimidad un ministro se disfraza de perrito y pide que le azoten? ¿Qué si un presidente habla catalán en su dormitorio? Si alguien comete un delito, que lo investiguen; si no es delito que lo dejen en paz.
Prensa y privacidad.