El calor, el calor de verano, tiene el temple del taxidermista. Uno anda todo el día en ese punto previo a la disecación, tan cercano a la muerte, tan suspendido. Con el frío uno siempre puede añadir otra prenda al vestuario, pero cuando el calor se expande como la niebla llega un punto en que ya nada queda por quitarse y, salvo una nevera de mortuorio —y El Corte Inglés—, ningún sitio para esconderse. Rodrigo Fresán es de esos columnistas eclécticos e irónicos, y pasa calor, mucho calor: “Está claro que tiene que existir algún motivo para que todo esto ocurra —para este fuego invisible que se te mete en los pulmones y te sale por los poros— y la teoría más sólida tiene que ver con el hecho de que luego de milenios de conversar sobre un tiempo regular en sus hábitos, al hombre le ha bastado apenas la segunda mitad del siglo XX para arruinarlo todo, para cambiar la temperatura del diálogo. Es decir: este calor no es un calor planetario sino el tantas veces invocado calor humano, un calor generado por nosotros, un averno palpable y nada metafórico.” Arder.