La lectura nos da una composición de la realidad. Leyendo creamos una base de datos ficticia a la que acudimos cuando vemos algo nuevo: ya lo leímos. A
Julián Marías le pasó eso al llegar a Moscú, que le vino a la cabeza el final de Moby Dick, una de esas novelas que siempre he querido leer y que puede que nunca lea: “La Plaza Roja, que vio nacer, crecer, enfermar y morir a uno de los más ambiciosos, legítimos e imposibles sueños del hombre… La conmoción resultó, por inesperada, más emocionante, y pareció lógico que alguien, de inmediato, propusiera cruzar la calle. Fue consecuente que lo hiciéramos sin hablar, extrañamente expectantes.
Y allí, en el centro de la Plaza, fue cuando no pude evitar que invadiera mi ánimo la frase de Herman Melville. No lo provocó la cercana mole del Kremlin, tan apabullante por múltiples razones, sino el insólito duelo que con ferocidad relajada, en riguroso silencio, tenía lugar a pocos metros de mí.”
Moby Dick y el gran sueño rojo.