Sobre la necesidad de salvar ciertas cosas de nuestro monstruoso apetito, de poner a cubierto ciertos objetos cuidadosamente seleccionados, de alejar ciertas criaturas de nuestra boca (a través de diversas formas de memoria: religiosa, artística, política); y sobre el circuito infernal del hambre y la linealidad trascendente de una mirada escribe
Santiago Alba Rico, valiéndose de mitos y leyendas: “La conservación del “mundo” y, con él, el establecimiento de una verdadera ciudadanía política depende menos de la fuerza racional de los argumentos o de la persuasión de las máximas morales que de nuestra manera de mirar las cosas. Que ya no vivimos en el neolítico, que ya no vivimos
aún menos en la Ilustración, lo demuestra el hecho de que la palabra “publicidad”, eje conceptual de la ruptura con el Ancien Régime y condición del redescubrimiento ilustrado de la política, ya sólo evoca en nosotros el flujo reverberante de imágenes propuestas al apetito, concebidas para saciar y aumentar el hambre, instaladas
como su máscara y su vehículo en el circuito infinito, privado e inmanente de la vida”.
Liberar el hambre, privatizar la mirada nos recuerda que entre ver y comer, ya no hay casi diferencia. Repetimos las imágenes como repetimos de postre, ¿o no?