Tengo algo en común con
José Luis García Martín (y miles de otros): voy a la feria del libro antiguo y me dejo llevar por el azar. El, por poco dinero, ha encontrado un volúmen de Colette: “Viajes sin salir de casa, de aquel ruinoso y majestuoso apartamento del Palais Royal, las ventanas abiertas a un rectángulo de verdor en cuyo centro brilla el estanque como una piedra de sortija: «Primeras horas del día, breve juventud de la luz, cuando era una niñita provinciana, cómo os quería ya». Sola, o en compañía de príncipes felinos, como aquel magnífico bastardo, Kiki-la-Doucette, cuyos ojos verdes, de intacta alegría, llenan tantas de sus páginas. Colette va a cumplir ochenta años. «No sé si ya estoy preparada para escribir un libro sobre el amor», anota. Y luego: «A fuerza de orgullo, puedo soportarlo todo: la escasez de dinero, la soledad, este dolor insomne, pero que no me quiten mi cotidiana ración de asombro». Tuvo la suerte de morir sin haber dejado de sentirse deslumbrada por la cotidiana maravilla del mundo.”
Manual de asombros.