Una amiga mía lo llamaba el “síndrome de Ripley”, pero Joana Bonet hace referencia a él como El síndrome del impostor.
«Se trata de una sensación semiclandestina, entre sincera e incómoda, humilde y descarada, que tanto puede resultar agitadora como paralizante. Me refiero al síndrome del impostor. A ese miedo de ser un fraude andante, una mentira, un falsario. A no sólo parecer, sino también ser incompetentes o fraudulentos en alguna de nuestras actividades. A sentir que nos excede la responsabilidad, aunque debamos disimularlo. A examinarnos y criticarnos hasta el extremo de fustigarnos y ejercer un autorreproche que acaba por amargarnos las horas. Me ha ocurrido en varias ocasiones, cuando alguien ha aprobado alguna de mis ideas o actos ante los que yo misma dudaba de mi competencia, he acabado por confesar mi sentimiento de impostura y de desacuerdo conmigo misma, como si el cinturón me apretara hasta el punto de asfixiar mi seguridad.»