Es curioso. Uno puede dejarse ver entrando en un templo sagrado, rezándole a una estatua de piedra, adorando un ídolo divino, contando milagros o justificando inexplicables asuntos de este mundo por la acción de una fuerza creadora omnipotente y ubicua, que no pasa nada. Pero si dice, ay, que practica el chamanismo, que hace yoga, que se ha salido de su cuerpo, que ha hablado con los árboles… entonces ha de escribir un artículo para confesarlo aún a riesgo de las consecuencias sociales que le pueda acarrear. Lo hace el escritor
Andrés Ibáñez en
Decido salir del armario: “he visto, he oído, he salido del cuerpo, he experimentado el lugar de la felicidad sin límites, sin tiempo y sin espacio, y sé que ese lugar existe. Sé que estamos hechos de energía, y que lo que llamamos nuestra alma es energía también, que tenemos un cuerpo astral, que ver el futuro es un juego de niños, que hay presencias luminosas que nos ayudan si somos capaces de entrar en contacto con ellas, que la vida burguesa y estúpida que nos permiten vivir es sólo una fuente de infelicidad”.