Diego Ávila cuenta un momento especialmente en la adolescencia de un joven que crece en un pueblo conservador de los tardosetenta (de esos que siempre están en los tardosetenta): el momento de conversión al heavy. Yo fui un heavypollas adolescente.
«Y entré en el círculo. Primero con los infectados menores, la chusma. Guti, que le pillaba hachís a Paco, hijo de guardia civil, sin pasta, accesible, con muñequera de pinchos y el tic metalero de escupir cada pocas palabras. De hecho, mi primera broma, la que me reafirmó en la horda, surgió de una carcajada suya. Me arrimé a él para que el grupo reconociese mi olor como suyo, para hacer mío su olor. Él me presentó a Iron Maiden: los Maiden. A Scorpions: los Scorpions. A AC/DC: los Eisidisi. A Barón Rojo: los Barones. Comencé a escuchar aquellas cintas grabadas que me dejaban, haciendo callo en el oído. Parchís quedaron atrás. Comencé a odiar los fandangos que escuchaba mi padre. La copla de mi madre. Las cintas que había por casa, versiones de los Pecos, chistes de Paco Gandía y Arévalo. En casa, mis padres y hermanas se referían a mi nueva religión como “música de perros pegados”. Yo callaba mientras metía en mi ADN aquellos riffs, aquellos solos de guitarra, aquellos agudos. Suspiraba por el pelo largo y camisetas de color negro con dibujos de portadas de aquellos discos que aún no había escuchado. Tocaba la guitarra en una regla de 50 cm que utilizaba en clase de dibujo en 1º de BUP.»