Luis Manuel Ruiz nos habla, de un modo un tanto inquietante, de Yvette Vickers, la antigua playmate y protagonista de películas de serie B que apareció hace unos días momificada en su apartamento a la edad de 82 años. La momia.
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A pesar de su apetitosa envoltura, también la señorita que encabeza esta entrada estaba compuesta de bacterias, gases innobles, carne que se corrompe y fango. Naciones enteras de microbios bebían de las riadas de su sangre, igual que en la tuya y en la mía, se repartían por las cloacas de sus intestinos y aguardaban pacientemente, en orificios públicos y secretos, a que llegara su momento. El momento de la muerte: aquel en que las células no contarían con poder para seguir replicándose y aquel festín de tejidos sería pasto de colmillos y trompas sólo asequibles al poder de los microscopios. Entonces, como sabe cualquier necrólogo, el hidrógeno liberado en el proceso de descomposición se combinaría con la hemoglobina contenida en la sangre y lo que antes habían sido órganos, músculos, nalgas y pezones comenzarían a sucumbir ante manchas verdinegras acompañadas de un hedor insoportable, el olor del otro mundo. Al menos es así en la gran mayoría de los casos. Es así siempre que los líquidos corporales, que forman el ochenta por ciento de nosotros mismos, liberan a su buen criterio a todas las criaturas ocultas que medran en su interior. Es así salvo en un caso: en el de que esos líquidos, natural o artificialmente, desaparezcan. Entonces no hay cadáver: hay momia.»