Enrique Vila-Matas habla y reflexiona sobre el fracaso del escritor. Fracasa otra vez.
Porque hasta no hace mucho las grandes derrotas literarias tenían prestigio, pero últimamente, en pleno apogeo del culto al éxito, el fracaso ha pasado a ser simplemente un puro y duro fracaso; es más, para cualquier escritor actual es una amenaza permanente, incluso ya desde su primer libro. Antes, al menos, al fracaso le dejaban ser, por ejemplo, una paranoia recurrente. Me acuerdo de Italo Calvino, que cada vez que sacaba un libro temía que los reseñistas lo fumigaran y escrutaba el horizonte con miedo de ver aparecer el escuadrón de salvajes que aullaría en su contra y pediría que le arrancaran el cuero cabelludo. Y también me acuerdo de escritores sin otras conexiones con el fracaso que la de vivir feliz y permanentemente en él. Onetti, por ejemplo, con su galería de personajes inmersos en el universo quieto de la derrota. Y el pobre Felisberto Hernández, gran fracasado que hacía que fracasaran hasta sus mejores cuentos, historias como Nadie encendía las lámparas, donde hundía las expectativas del lector escamoteándole el final, permitiendo que el abrupto desenlace quedara ahí flotando, en suspenso.