En un cómic leí cómo una bruja accedía a liberar a su rehén porque la heroína la amenazaba con “decir en voz alta su nombre real”. Miguel Santa Olalla nos cuenta cómo los nombres de las cosas son poderosos. El poder de los nombres
«No estamos hablando sólo de un poder simbólico o mítico: llamar las cosas es tener un poder real sobre ellas. Si nos falta el lenguaje, nos faltan las cosas y las personas. Un ejemplo docente: una de las primeras tareas de todo profesor es aprenderse el nombre de los alumnos. De lo contrario, no hay forma de dirigirse a ellos, salvo a través del genérico y abstracto “tú”. Llamar a alguien, invocar un nombre, es ya establecer un vínculo comunicativo, crear un puente a través de la voz. Los nombres de las calles nos orientan y nos guían: cuando llegamos nuevos a una ciudad, notamos que no nos habla, no nos dice nada. No conocemos sus nombres, que son también sus secretos. Iniciarse en cualquier actividad o adentrarse en otros países y culturas pasa ineludiblemente por una paulatina revelación del lenguaje y las palabras: aquellos que inicialmente nos suena “a chino” termina cobrando sentido. Deja de ser un mero sonido para transformarse en un signo articulado, capaz de presentarnos la realidad, de mostrárnosla de una determinada manera.»