Se da un paseo Laura Ramos por el pueblo de las hermanas Brontë, y su crónica sirve tanto para repasar el universo de las novelistas como para comprobar hasta dónde puede llegar una ficción turística en la que casi cada ciudadano parece un actor: En los páramos de las Brontë.
«Excepto durante los salvajes meses invernales del Yorkshire, el único lugar en el que es imposible sostener el mito Brontë es en el pueblo de las hermanas Brontë. Toda la actividad que bulle allí es parásita de las escritoras: desde la empresa de taxímetros Brontë Sisters and Co hasta el hostal Ye Olde Brontë; las tortas de avena al estilo del Yorkshire de la casa de té Brontë y las flores rosadas del hostal Brontë Cottage. Los turistas parecen más interesados en comprar baratijas decimonónicas que en entrar al cementerio que servía de jardín a los hijos del párroco. Todo Haworth bulle en oprobiosa animación, una animación que se funda en un equívoco. Porque nada más alejado del ornamento victoriano que la vida espartana de la Rectoría de piedra que carecía de alfombras, cortinas y juguetes, donde seis niños tísicos hablaban en susurros, cenaban avena cocida y escribían poemas épicos con letra milimétrica en unas bolsas de azúcar de papel azul a las que cortaban y cosían para convertir en libros.
Adentro de la casa parroquial, el diván color encarnado donde murió Emily refuerza la leyenda de su agonía romántica; la breve mesa donde las jóvenes escribieron las novelas más inglesas del siglo XIX muestra sus tinteros y plumas, y también el costurero que Miss Branwell, la severa tía que reemplazó en sus funciones a la madre muerta, dejó en su testamento a Charlotte.»