La muerte liberada, un artículo en el que Julián Sauquillo repasa la historia reciente de cómo aceptamos la muerte, y resalta su creciente ocultamiento como un problema derivado del excesivo cientificismo.
«ste proceso de enmascaramiento mortuorio no es casual y tiene raíces culturales profundas. A finales de las dos primeras décadas del pasado siglo, la genialidad de Max Weber apuntó en qué se sustenta el empecinamiento occidental en mantener la vida y rehusar la naturalidad de la muerte. El proceso de racionalización de la sociedad moderna tenía un baluarte firme en las ciencias naturales. La medicina seguía este proceso y se basaba en un incondicionado fin: mantener la vida y evitar el dolor (dominar técnicamente la vida). Hasta aquí, nada que objetar. El problema que acarreaba esta preponderancia técnica es que no se planteaba –-ni se plantea ahora, apenas— cuándo la vida no merece la pena ya ser vivida (el gran sociólogo se refiere a un moribundo terminal y su familia que consciente o inconscientemente desean acabar definitivamente con un dolor innecesario: a la eutanasia sin ambages). La vocación científica mecánica si se plantea cuestiones previas las contesta afirmativamente: siempre hay que mantener la vida. La clínica se convirtió en el espacio científico técnico, basado en relaciones de poder y extracción de saber. Hay razones de peso para suponer que la medicina clínica surgida a comienzos del siglo XIX se sustentó en la investigación del cuerpo (las autopsias) y desechó reunir la documentación sobre las afecciones del paciente, basada en el diálogo con el enfermo. Este diálogo sólo podía dar lugar –-pensaron— a confusión. Sin embargo, a pesar de que solemos necesitar un médico curador, en un momento u otro, requerimos un médico fraterno que nos ayude a morir. Aunque haya un movimiento admirable de “medicina dialógica” que afirma el diálogo con el paciente, esta práctica médica navega históricamente contra corriente.»