Paola Suárez Urtubey perfila la figura de Chopin ahora que se cumplen 200 años de su nacimiento, y evalúa la vitalidad de su obra: Chopin está vivo.
«¿En qué estamos hoy, cuando se conmemora el bicentenario de su nacimiento? Mucho más cerca del momento ideal de evaluación y reconocimiento total de su arte, entre otras razones porque todo aquel grupo de bien pertrechados intérpretes y estudiosos de la música, desde la década de 1940, se propusieron echar por tierra la idea de Chopin como estandarte de un romanticismo desmelenado. Hay que aceptar que este persistente y gratuito añadido no ha sido aún derrotado por completo, pese a que choca, literalmente, con la actitud del polaco, hostil a toda música “literaria”, confesional, a toda efusión no controlada, y a sus esfuerzos por transmitir sentido lógico, claridad y una percepción aguda de las proporciones.
Es cierto que en alguna ocasión Chopin dijo: “Prefiero escribir todas mis sensaciones antes que ser devorado por ellas”. Lo que en cambio se advierte hoy es que, al transformar en música esas sensaciones, las despojaba de su carácter individual. Dorel Handman, en un inteligente estudio publicado en 1963 en la Encyclopédie de la Pléiade (Histoire de la musique, vol. II), reconocía que en esa transposición residía para Chopin su liberación, pues sus tormentos perdían en el tránsito un sentido destructor y contribuían a reconstruir su personalidad entera, su verdadera densidad específica.»