Joan Barril escribe sobre el turismo necrológico, esa mitomanía fúnebre que corre peligro de extinción con la proliferación de los crematorios: Los artistas muertos.
«¿Qué se pretende con ese turismo necrológico? Al fin y al cabo, un cementerio es solo un lugar para el espíritu, pero el espíritu se lleva dentro y las ausencias queridas no exigen necesariamente un lugar de duelo. De la misma manera que un ramo de flores de plástico al borde de la carretera donde se produjo el accidente no ayuda al recuerdo, tampoco la visita al sepulcro de alguien admirado me proporciona grandes emociones.
En el Pere Lachaise, en uno de las caminos estrechos de esa ciudad de los muertos se encuentra la pequeña tumba de Frederic Chopin. Ahí, con ademán grave y solemne, algunos paseantes van depositando flores sobre la piedra. Una mujer con los ojos llorosos, firme como una cariátide, mantenía entre sus dedos una rosa amarilla como si Chopin hubiera muerto ayer.»