¿La muerte del libro?, tituló un recorte de prensa sobre la ponencia que presentó Roger Chartier en el Congreso Internacional del Mundo del Libro, desarrollado en México en estos días. Uno se queda pensando en las preguntas y en las respuestas.
¿Será el texto electrónico un nuevo libro de arena, cuyo número de páginas era infinito, que no podía leerse y que era tan monstruoso que, como el libro de Próspero en The tempest, debía ser sepultado? O bien ¿propone ya una nueva forma de la presencia de lo escrito capaz de favorecer y enriquecer el diálogo que cada texto entabla con cada uno de sus lectores? No lo sé. Y los historiadores son los peores profetas del futuro. Lo único que pueden hacer es recordar que en la historia de larga duración de la cultura escrita cada mutación (la aparición del códex, la invención de la imprenta, las revoluciones de la lectura) produjo una coexistencia original entre los antiguos objetos y gestos y las nuevas técnicas y prácticas. Es precisamente una semejante reorganización de la cultura escrita que la revolución digital nos obliga a buscar. Dentro del nuevo orden de los discursos que se esboza no me parece que va a morir el libro en los dos sentidos que hemos encontrado. No va a morir como discurso, como obra cuya existencia no está atada a una forma material particular. Los diálogos de Platón fueron compuestos y leídos en el mundo de los rollos, fueron copiados y publicados en códices y después impresos, y hoy en día pueden leerse frente a la pantalla. Pienso que tampoco va a morir el libro como objeto, porque este “cubo de papel con hojas”, como decía Borges, es todavía el objeto más adecuado a los hábitos y expectativas de los lectores que entablan un diálogo intenso y profundo con las obras que les hacen pensar, desear o soñar.